lunes, 6 de octubre de 2014

4 de febrero / Cumplir 29


Ayer fue mi cumpleaños 29.

Tengo 29.

Tengo casi 30.

No me siento demasiado diferente de cuando cumplí 19. Aunque debo aceptar que me siento mejor ahora. Esto ocurre en todos los sentidos. Los 19 son dolorosos. El drama dibuja nuestros contornos hasta hacernos desaparecer de lo real. Vivimos en las proyecciones. En la posibilidad y la contingencia. La sabiduría popular resurge en esa frase reciclada de festivales de poesía y presentaciones de libros caraqueñas: “los adolescentes adolecen”. Así. En tono de psicología didáctica para dummies. Un juego de palabras listillo que imagino circulando de boca en boca entre antiguos egresados de la Facultad de Humanidades de la Universidad Central de Venezuela, hombres todos con las chaquetas salpicadas de migas de canapés afanados en pellizcar quesos manchegos.

Celebré mi cumpleaños en el Fitzgerald’s. Uno de los bares más cercanos a la Catedral. Tienen buenas ofertas. Comida mala pero pasable. Con mucha grasa pero aún pasable. Los compañeros de clase me rodearon. Escogimos un mesón largo que se encontraba al fondo. Primero compartimos un pitcher de la cerveza local y hablamos sobre cómo iban las cosas; es decir, cómo iban las clases que cursábamos con nuestros profesores, cómo iban los estudiantes de las clases que enseñábamos. Lo que todos compartimos. Luego un espacio en blanco para los chistes incoherentes. Aquí todos somos humoristas. La novia de uno de los compañeros visitaba desde Argentina y hablamos sobre el invierno de mierda. La gruesa capa de hielo que recubre todo. El museo Andy Warhol. La entrada gratis los viernes en la noche. Le conté lo de la nariz congelada, el asunto de mi nariz congelada a las siete de la mañana por las calles de Friendship, el barrio en el que vivo. Nuestra cohorte tomará pronto los exámenes preliminares y hablamos sobre la ansiedad. Un compañero comenta que su psiquiatra le ha diagnosticado aumento de peso después del primer año de estar medicado con litio. Una compañera considera que la psiquiatra ha sido muy ruda al restregarle al compañero en la cara lo gordo que está. Nos reímos. De hecho, nos reímos mucho. Pasamos a intentar prefigurar temas que tienen grandes posibilidades de ser incluidos en el examen. Medio en chiste, medio en serio, un compañero dice, o soy yo la que dice, me van a raspar en el examen, son demasiados libros. Nos estamos reuniendo cada cierto tiempo para compartirnos hand outs imposibles, para dividirnos tareas de investigación igualmente imposibles. Comemos chips, vegetales, donuts, queso y salami barato. Tecleamos con fastidio, con furia y, a veces, hasta con esperanza. Con la seguridad de la revelación. Ha sido imposible no enfrascarnos en discusiones sin solución de continuidad.

En una de nuestras reuniones de estudio todo se había convertido en una fiesta cuando la compañera que presentaba la lectura psicoanalítica- estructuralista de Josefina Ludmer en Cien años de soledad. Una interpretación fue poniendo sobre una mesa aterida de noche y sobras, todas aquellas imágenes luminosas y raras de oposiciones estructurales como derivas asociativas. La metonimia ojos/pene propuesta por Ludmer para significar los dos caracteres opuestos Aureliano/ José Arcadio se desplegó en imágenes de infinitos penes como elementos de penetración figurados y literales planteando disyunciones gozosas entre penetraciones desde lo alto/penetraciones desde lo bajo. Penetraciones desde todas partes, en todos los sentidos. Bajo la luz de la sala. Sobre la mesa. Nosotros intentando comprender y los venados comiendo hierba en el patio. Un compañero se llevaba las manos a la cabeza y preguntaba acusando confusión tragicómica ¿pero desde arriba de dónde? y… ¿desde abajo de dónde?

Aquí todos somos humoristas sobre todo para evitar la recurrencia a ponernos a llorar todo el tiempo. Como la vez en la que alguien, durante mi presentación sobre la poesía de Vallejo, me pregunta sobre la muerte del poeta sosteniendo la pluma con ferocidad apuntística y yo recuerdo de inmediato el versito de “Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo” del soneto “Piedra negra sobre una piedra blanca”, pero no recuerdo la fecha ni las circunstancias y les pido un minuto para googlearlo y me encuentro ese artículo que decía que Vallejo había muerto la mañana del viernes 15 de abril de 1938 en la Clínica del Boulevard Arago de París. El autor, un tal Dr Enrique Robertson, médico en Bielefield Alemania, relataba que Vallejo llevaba tres semanas hospitalizado sin que el equipo de médicos de Dr Lemière hubiese podido establecer ningún diagnóstico. Los poetas dijeron cosas muy poéticas, desde luego. Algunos se aventuraron a decir que se había tratado de tuberculosis y otros que de sífilis. Los más románticos culparon al aire sucio de París mientras que los más afines a los tonos épicos dictaminaron que el poeta había muerto de España y de tanta guerra presionando el borde oscuro de los días. El caliz del cual habla en su último libro. Hacía veinte años, declara Dr Robertson, el Dr alemán Hans Magnus Erzensberger dictaminó que Vallejo había muerto de hambre. Sufría de desnutrición crónica. Y entonces Dr Robertson se saca de debajo de la manga esa anécdota tristísima supuestamente relatada por Arturo Serrano Plaja, miembro de la delegación española al I Congreso Internacional de Escritores Antifascistas celebrado en París en 1935, el cual reporta haber colaborado en el diseño de un plan de austeridad para la comisión representante inspirado en Vallejo, que era encontrado invariablemente comiendo patatas cocidas mañana y noche. Las patatas nunca fueron tan tristes como en esa noche de estudio en Pittsburgh. El más vanguardista de los poetas latinoamericanos había muerto en la más honda miseria. Pelando patatas. Esa vez la consternación solo se pudo desvanecer por completo cuando un compañero quebró aquel silencio sepulcral y nos animó a mirarlo con naturalidad porque, probablemente, todos nosotros moriríamos de la misma forma.

En el bar nos obsequiamos con pequeñas atenciones generales. Un compañero repasa el menú de cocktails en alta voz. Nos cagamos de risa por los nombres obscenos, francamente misóginos. Nos preguntamos si es común que los estudiantes en este país tomen cocktails con esos nombres. Escogemos uno que se llama Red Headed Slut. El chiste inevitable: si lo tomamos nos convertiremos en sluts. La mesera nos trae una jarra plástica con un líquido brillante en el que flotan una multitud de gusanos de gomita ácida. Nos maravillamos ante esa particular muestra de ingenio estadounidense. Uno de los compañeros pregunta que dónde está la red headed, que no la han traído. La mesera sonríe y contesta algo que no entiendo. Todos gritan feliz cumpleaños,

una selfie con la cumpleañera.

Nos servimos en vasitos plásticos esa bebida asquerosamente dulce. Tiene un vago sabor a té de durazno. Yo les entrego como ofrenda una pizza con espinacas y aceitunas. Todos se burlan de mí, un compañero dice que he pedido la pizza con kale, esa especie de col rizada de la que me he vuelto promotora en los últimos días.

Y yo,

¿en serio no les gusta la espinaca?

La salsa de tomate de la pizza está hecha de pasta de tomate de concentrado. Pero no nos importa y lo comemos todo con mucho apetito. La mujer de la mesa de enfrente empieza a golpear al hombre sentado a su lado con violencia. Intenta empujarlo, sacarlo del asiento. Escupe una  retahíla de insultos por entre toda aquella acumulación inimaginable de gloss rosa. Le pide a gritos que se vaya. Los acompañantes intentan mediar. Nosotros contemplamos, estupefactos, con una mal disimulada curiosidad. Y nos reímos como alegres desahuciados. Un estudiante me contó que al salir de fiesta el Halloween pasado había visto muchas personas disfrazadas como las calaveras del día latinoamericano de los muertos. Le dije que probablemente eso del día de los muertos se trataba de una fiesta mexicana, que no sabía mucho sobre ella porque no se celebraraba en mi país pero que podía entender el imaginario. Una amiga del departamento de lingüística, sentada en una mesa cercana, me envía una jarra de cocktail con la mesera cuando se entera por los gritos de que es mi cumpleaños. El cocktail se llama Miley Cyrus. Refresco de piña. Sombra de licor de coco. Unos minutos después todos nos dispersamos en la acera hacia las distintas paradas de autobús.

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