Tengo
29.
Tengo
casi 30.
No
me siento demasiado diferente de cuando cumplí 19. Aunque debo aceptar que me
siento mejor ahora. Esto ocurre en todos los sentidos. Los 19 son dolorosos. El
drama dibuja nuestros contornos hasta hacernos desaparecer de lo real. Vivimos
en las proyecciones. En la posibilidad y la contingencia. La sabiduría popular
resurge en esa frase reciclada de festivales de poesía y presentaciones de
libros caraqueñas: “los adolescentes adolecen”. Así. En tono de psicología
didáctica para dummies. Un juego de palabras listillo que imagino
circulando de boca en boca entre antiguos egresados de la Facultad de
Humanidades de la Universidad Central de Venezuela, hombres todos con las
chaquetas salpicadas de migas de canapés afanados en pellizcar quesos
manchegos.
Celebré
mi cumpleaños en el Fitzgerald’s. Uno de los bares más cercanos a la Catedral.
Tienen buenas ofertas. Comida mala pero pasable. Con mucha grasa pero aún
pasable. Los compañeros de clase me rodearon. Escogimos un mesón largo que se
encontraba al fondo. Primero compartimos un pitcher de la cerveza local y
hablamos sobre cómo iban las cosas; es decir, cómo iban las clases que
cursábamos con nuestros profesores, cómo iban los estudiantes de las clases que
enseñábamos. Lo que todos compartimos. Luego un espacio en blanco para los
chistes incoherentes. Aquí todos somos humoristas. La novia de uno de los
compañeros visitaba desde Argentina y hablamos sobre el invierno de mierda. La
gruesa capa de hielo que recubre todo. El museo Andy Warhol. La entrada gratis
los viernes en la noche. Le conté lo de la nariz congelada, el asunto de mi
nariz congelada a las siete de la mañana por las calles de Friendship, el
barrio en el que vivo. Nuestra cohorte tomará pronto los exámenes preliminares
y hablamos sobre la ansiedad. Un compañero comenta que su psiquiatra le ha
diagnosticado aumento de peso después del primer año de estar medicado con
litio. Una compañera considera que la psiquiatra ha sido muy ruda al
restregarle al compañero en la cara lo gordo que está. Nos reímos. De hecho,
nos reímos mucho. Pasamos a intentar prefigurar temas que tienen grandes
posibilidades de ser incluidos en el examen. Medio en chiste, medio en serio,
un compañero dice, o soy yo la que dice, me van a raspar en el examen, son
demasiados libros. Nos estamos reuniendo cada cierto tiempo para
compartirnos hand outs imposibles, para dividirnos tareas de
investigación igualmente imposibles. Comemos chips, vegetales, donuts, queso y
salami barato. Tecleamos con fastidio, con furia y, a veces, hasta con
esperanza. Con la seguridad de la revelación. Ha sido imposible no enfrascarnos
en discusiones sin solución de continuidad.
En
una de nuestras reuniones de estudio todo se había convertido en una fiesta
cuando la compañera que presentaba la lectura psicoanalítica- estructuralista
de Josefina Ludmer en Cien años de soledad. Una interpretación fue
poniendo sobre una mesa aterida de noche y sobras, todas aquellas imágenes luminosas
y raras de oposiciones estructurales como derivas asociativas. La metonimia
ojos/pene propuesta por Ludmer para significar los dos caracteres opuestos
Aureliano/ José Arcadio se desplegó en imágenes de infinitos penes como
elementos de penetración figurados y literales planteando disyunciones gozosas
entre penetraciones desde lo alto/penetraciones desde lo bajo. Penetraciones
desde todas partes, en todos los sentidos. Bajo la luz de la sala. Sobre la
mesa. Nosotros intentando comprender y los venados comiendo hierba en el patio.
Un compañero se llevaba las manos a la cabeza y preguntaba acusando confusión
tragicómica ¿pero desde arriba de dónde? y… ¿desde abajo de dónde?
Aquí
todos somos humoristas sobre todo para evitar la recurrencia a ponernos a llorar
todo el tiempo. Como la vez en la que alguien, durante mi presentación sobre la
poesía de Vallejo, me pregunta sobre la muerte del poeta sosteniendo la pluma
con ferocidad apuntística y yo recuerdo de inmediato el versito de “Me moriré
en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo” del soneto
“Piedra negra sobre una piedra blanca”, pero no recuerdo la fecha ni las
circunstancias y les pido un minuto para googlearlo y me encuentro ese artículo
que decía que Vallejo había muerto la mañana del viernes 15 de abril de 1938 en
la Clínica del Boulevard Arago de París. El autor, un tal Dr Enrique
Robertson, médico en Bielefield Alemania, relataba que Vallejo
llevaba tres semanas hospitalizado sin que el equipo de médicos de
Dr Lemière hubiese podido establecer ningún diagnóstico. Los poetas
dijeron cosas muy poéticas, desde luego. Algunos se aventuraron a decir que se
había tratado de tuberculosis y otros que de sífilis. Los más románticos
culparon al aire sucio de París mientras que los más afines a los tonos épicos
dictaminaron que el poeta había muerto de España y de tanta guerra presionando
el borde oscuro de los días. El caliz del cual habla en su último libro. Hacía
veinte años, declara Dr Robertson, el Dr alemán Hans Magnus Erzensberger dictaminó
que Vallejo había muerto de hambre. Sufría de desnutrición crónica. Y entonces
Dr Robertson se saca de debajo de la manga esa anécdota tristísima
supuestamente relatada por Arturo Serrano Plaja, miembro de la delegación
española al I Congreso Internacional de Escritores Antifascistas celebrado en
París en 1935, el cual reporta haber colaborado en el diseño de un plan de
austeridad para la comisión representante inspirado en Vallejo, que era
encontrado invariablemente comiendo patatas cocidas mañana y noche. Las patatas
nunca fueron tan tristes como en esa noche de estudio en Pittsburgh. El
más vanguardista de los poetas latinoamericanos había muerto en la más honda
miseria. Pelando patatas. Esa vez la consternación solo se pudo desvanecer por
completo cuando un compañero quebró aquel silencio sepulcral y nos animó a
mirarlo con naturalidad porque, probablemente, todos nosotros moriríamos de la
misma forma.
En
el bar nos obsequiamos con pequeñas atenciones generales. Un compañero repasa
el menú de cocktails en alta voz. Nos cagamos de risa por los nombres obscenos,
francamente misóginos. Nos preguntamos si es común que los estudiantes en este
país tomen cocktails con esos nombres. Escogemos uno que se llama Red Headed
Slut. El chiste inevitable: si lo tomamos nos convertiremos en sluts.
La mesera nos trae una jarra plástica con un líquido brillante en el que flotan
una multitud de gusanos de gomita ácida. Nos maravillamos ante esa particular
muestra de ingenio estadounidense. Uno de los compañeros pregunta que dónde
está la red headed, que no la han traído. La mesera sonríe y
contesta algo que no entiendo. Todos gritan feliz cumpleaños,
una
selfie con la cumpleañera.
Nos
servimos en vasitos plásticos esa bebida asquerosamente dulce. Tiene un vago
sabor a té de durazno. Yo les entrego como ofrenda una pizza con espinacas y
aceitunas. Todos se burlan de mí, un compañero dice que he pedido la pizza
con kale, esa especie de col rizada de la que me he vuelto
promotora en los últimos días.
Y
yo,
¿en
serio no les gusta la espinaca?
La
salsa de tomate de la pizza está hecha de pasta de tomate de concentrado. Pero
no nos importa y lo comemos todo con mucho apetito. La mujer de la mesa de
enfrente empieza a golpear al hombre sentado a su lado con violencia. Intenta empujarlo,
sacarlo del asiento. Escupe una retahíla de insultos por entre toda
aquella acumulación inimaginable de gloss rosa. Le pide a gritos que se vaya.
Los acompañantes intentan mediar. Nosotros contemplamos, estupefactos, con una
mal disimulada curiosidad. Y nos reímos como alegres desahuciados. Un
estudiante me contó que al salir de fiesta el Halloween pasado había visto
muchas personas disfrazadas como las calaveras del día latinoamericano de los
muertos. Le dije que probablemente eso del día de los muertos se trataba de una
fiesta mexicana, que no sabía mucho sobre ella porque no se celebraraba en mi
país pero que podía entender el imaginario. Una amiga del departamento de
lingüística, sentada en una mesa cercana, me envía una jarra de cocktail con la
mesera cuando se entera por los gritos de que es mi cumpleaños. El cocktail se
llama Miley Cyrus. Refresco de piña. Sombra de licor de coco. Unos minutos
después todos nos dispersamos en la acera hacia las distintas paradas de
autobús.
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