martes, 14 de octubre de 2014

9 de febrero / Puerto La Cruz y las historias de familia




Mi abuelo murió ayer cuando mi familia menos lo esperaba. Abuelo se sobrepuso a quedar viudo a los 80, a casarse por segunda vez a los 81 y a tramitar su primer divorcio a los 83. También, se recuperó totalmente de un cáncer metastásico en los huesos. Estaba curado de absolutamente todo cuando murió a los 84. E, incluso, se había levantado de la silla de ruedas a la que lo había confinado el cáncer durante algunos meses para hacerse regular de una sala de bingo a la que también asistía su ex. Pero entonces vino el infarto. De madrugada. Como a traición. Me enteré por Facebook. Mi abuelo manejaba una cuenta que usaba para compartir sus breves opiniones políticas redactadas en el mismo estilo de sus columnas periodísticas.  En sus columnas usualmente se entrelazaban sentencias de filósofos y poetas de la tradición occidental, comentarios sobre historia nacional e universal, política regional, metáforas deportivas y jerga local. El abuelo podía perfectamente iniciar una columna reflexionando sobre una cita de Maquiavelo o sobre un momento determinado de la vida del héroe independentista Antonio José de Sucre, para luego pasar a denunciar el mal asfaltado del elevado a la altura del mercado haciendo uso del modismo “ papaya", para acto seguido, preparar el cierre con una narración de los momentos más emocionantes del último juego de béisbol del equipo local, y finalmente terminar con broche de oro conmemorando el aniversario de la muerte de Cervantes, recurriendo a una cita del Licenciado Vidriera. Todo escrito en un lenguaje llano, casi coloquial, para que resultara accesible a una amplia variedad de lectores. Era interesante. Ameno. Todos quedaban con la sensación de haber aprendido algo. 
Mi abuelo solo estudió hasta tercer grado de la primaria. Pero era autodidacta. Un hombre que leía con interés y placer. Sus libros cubrían muchas de las estancias de su casa de dos niveles. El gran terror de la vejez era el de quedarse ciego. No poder estar en la luz. No poder estar en los libros. No poder leerlos. Probablemente, también tenía un don natural. Eso que algunos llaman punch. Trabajó como periodista en varios periódicos de Puerto La Cruz. Antes había trabajado como profesor de educación física en escuelas de distintas ciudades del oriente del país. Por esa época escribió un libro sobre rutinas pedagógicas de gimnasia. Tenía ilustraciones de siluetas humanas y líneas punteadas para indicar la dirección del movimiento de los miembros. Una vez me mostró un ejemplar. Un lomo partido, un puñado de hojas descosidas, abriéndose a la oscuridad del pasillo, a la intemperie demarcada por el tragaluz. Antes de eso había prestado servicio militar por unos pocos años. Fue cabo o sargento. También, estuvo muy metido en política. Desde siempre. Fue encarcelado cuando la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Le venía de familia. Su hermano mayor, Eneas, militante de URD, se sintió tan conmovido cuando la caída de Pérez Jiménez que murió en un accidente celebrando el patriótico viraje. Abuelo fue una vez Presidente del Concejo Municipal que en esa época era lo mismo que ser alcalde. Militaba en el Partido Socialdemócrata cristiano Copei. Su opinión sobre los militantes del partido socialdemócrata Acción Democrática era rotunda: los adecos eran unos cuatreros, unos demagogos. No merecían un lugar bajo el sol. Con ellos a la paila. Y es que para el abuelo la más alta perversidad humana se cifraba en palabras como bandolero, bellaco, cuatrero, tirano. Nunca dejó de parecerme cómico escucharlo decir que el hijo del vecino era un bandolero. Esas palabras me recordaban a libros antiguos. Eran palabras de otra época. Palabras que recordaban a hombres montando a caballo en alguna novela. 
En Puerto La Cruz cualquier otro hubiera dicho: el hijo del vecino es un malandro: es un coño e madre: es un mamagüevo. 
Una vez le encontré una foto en blanco y negro de “El Tigre" Eduardo Fernández, una figura prominente del partido. Estaba en un cajón de su escritorio. Era una foto protocolaria, tomada por un fotógrafo profesional y firmada en una esquina al estilo de las estrellas de cine hollywoodense. Recordaba a esas fotos en blanco y negro firmadas por las vedettes del cine norteamericano en cantidades industriales y que, en la actualidad, se subastan por E-Bay para decoración vintage. “El Tigre” con saco oscuro y patillas bien peinadas al estilo de Elvis Presley. 
Abuelo era un hombre honesto honesto. Siempre manejó el mismo Malibú color verde hospital. La gente recuerda sus correrías como funcionario público con respeto. Se podría decir que hasta con cierto dejo de nostalgia. Formaba parte del concejo imaginario de ancianos que aún se conforma en las ciudades provincianas.  Los aspirantes políticos visitaban su casa. Los periodistas jóvenes lo invitaban a parrillas. Mi abuelo era una especie de sensei de la probidad moral. Por eso a veces se excedía en los aires ultraconservadores. Era su papel. El abuelo era un símbolo del pasado que le otorgaba cierto sentido de continuidad a la vida comunitaria. No en balde le dieron su nombre a un estadio de béisbol en donde practican las glorias infantiles de la región. No en balde mamá nos obligó a vestirnos con elegantes vestidos de terciopelo negro en medio de aquel calor asfixiante. Un hombre que más adelante sería mi profesor de educación física en el liceo, daba un discurso sobre la brillante carrera de mi abuelo. Su tesón incansable y etc. La tierra roja se metía por dentro de mis zapatillas de patente. No en balde cantamos el himno nacional. 
Resulta difícil pensar en cómo será Puerto La Cruz sin el abuelo. 
Cuando pienso en Puerto La Cruz viene a mi mente esa foto de mi abuelo con ese traje blanco y lentes de sol con vidrios lila opaco. Mi abuelo vestido como un detective de Miami Vice. El teléfono gris, pesado, antiguo, con un disco rojo giratorio para marcar los números. El teléfono para llamar a mis amigas del liceo. Las máquinas de escribir de tres toneladas. El calor. Los ventiladores. El polvo de los libros en las bibliotecas. Libros para robar sin remordimientos. Puerto La Cruz. Una ciudad costera con pretensiones turísticas fracasadas, compuesta de hombres de bragas y cascos comprando cachitos de jamón en las panaderías. Una ciudad de trabajadores industriales y pescadores, con su creciente cuota de profesionales e inmigrantes históricos provenientes de lugares desérticos y costeros: sicilianos, sirios, corsos, libaneses, portugueses y otros navegantes eternos. Una ciudad con un puerto más o menos relevante. Con una estación de ferry en donde tomar barcos hacia la isla Margarita. Un verdadero paraíso turístico compuesto de casinos e imágenes placenteras de playas mansas. Solitarias.
Zona libre de impuestos que se traduce en
Whisky escocés, queso Fontina, chocolates Toblerone-Snickers-MilkyWay, medias fruit of the loomp.
Todo
barato.
Puerto La Cruz. Buques petroleros incrustados en la bahía en donde puedes tomar botes compartidos hacia el Parque Nacional Mochima. Centros comerciales con el rostro picado de emes amarillas de de Macdonalds.  Los niños derramando coca-cola en los asientos del bote-taxi, extendiendo sus manos hacia mí con los dedos impregnados del colorante de los Doritos. La tira del chaleco salvavidas fluorescente, mojada y sucia, lastimándome la piel del cuello. Los padres de familia capturando fotografías de sus esposas sosteniendo en brazos al último bebé. El borracho sabrosón que campanea su whisky escocés 18 años y aprovecha para mirarme las piernas cuando el bote corta las olas afiladas como una baraja
 y salta y una ráfaga de agua helada me ciega.
Los kioscos de los buhoneros en el centro haciendo imposible el libre tránsito por las aceras
 ¿mami, qué buscas?
Las ventas ambulantes de helados raspados, pintadas de colores pasteles como las casas de los barrios de pescadores. Todas esas botellas de jarabe dulce con etiquetas de tirro: tamarindo, parchita, colita, limón. El mercado municipal y su cotidiana carga de vegetales podridos. Las reinas del carnaval que celebran sus bodas en los hoteles del Morro. Vestidos largos. Pomposos. Moños de laca. Camionetas útimo modelo apostadas en la vía pública frente a la playa. Jóvenes que conversan con las manos llenas de latas de cervezas o vasos de plástico de colores chillones generosamente colmados de Cuba Libre. Las cornetas de las camionetas contaminando la noche con su acostumbrada carga de música bailable, probablemente, el último reggaeton de moda. Un policía siempre desaloja la hilera de carros. Fuente incesante de personas borrachas. Los borrachos salen de las vías aledañas a la playa como de portales dimensionales. Los borrachos aparecen en la noche como una multitud de payasos saliendo de un carro mínimo.
La casa del abuelo 
estaba en un barrio originalmente construido para trabajadores de la industria petrolera. Está situado en frente de la refinería. Fue un proyecto residencial mixto en el que se reservaba cierta fracción de espacio para casas de líneas sencillas y otro espacio para edificios al estilo de bloques modestos. Bloques: el emblema de la utopía modernizadora en Venezuela. Quizás, nuestra principal expresión arquitectónica después del rancho de cartón y zinc. Las casas eran más espaciosas. Cuatro habitaciones. Porsch. Casas de líneas cuadradas. Aunque sin adornos ni aspavientos. Sin backyard. Sin terrenos aledaños. Casas unidas muro contra muro. Emblemas de la practicidad industrial, de la modestia operaria. Representaban un ahorro del espacio, un triunfo del sanitarismo, al compararlas con las casas en las que vivió abuelo en Río Caribe: todas con paisajes de zaguanes, solares, patios internos o tierra llena de insectos para sembrar flores en la entrada. Imagino que recién inauguradas esas casas pintadas de blanco representaban el triunfo del progreso en la antigua aldea de pescadores. Pero esas casas pintadas de blanco, de líneas cuadradas arrancadas a la aridez, quizás, no fueron más que el espejismo de un Le Corbusier palúdico, muerto de sed, caminando en la salina. Picado por un bicho de clima tropical. El corazón dilatado, creciendo. Venas. Cartílagos rojos. Un mal de gente pobre o de viviendas precarias. Algo así como mal de Chagas. El corazón dilatándose, creciendo hasta abarcar el horizonte
 de líneas blancas, cuadradas. 
 -Luego todos empezaron a pintar sus casas. Antes estaba prohibido... ahora todo el mundo lo hace- dice la abuela sentada en su mecedora rodeada de sábilas plantadas en macetas.  -Han pintado sus casas de los colores que les ha dado la gana… pues yo también pinté la mía. 
Los abuelos compraron para mamá la casa más próxima a su casa. De modo que pasé muchos años escuchando las instrucciones de abuela sobre qué hacer en caso de que ocurriera una catástrofe en la refinería. Memoricé el plan de emergencia. Era importante siempre dormir con una dormilona decente. Abuela observó durante la última catástrofe muchas personas corriendo en pelotas por el barrio. Eso le parecía de fin de mundo. Nadie de casa podía nunca caer tan bajo. 
Primero muertos que bañados en sangre y en pelotas. 
La refinería tenía una alarma. Pero el mismo sonido servía también para demarcar la hora del almuerzo y la de la salida de los empleados. Era como el sonido de un tren de vapor. Cuando lo escuchaba pensaba en Pedro Picapiedras deslizándose por el espinazo de un dinosaurio. Así los empleados se deslizaban por el cuerpo monstruoso de la refinería, por un paisaje de mecheros y quemadores, deslizándose por los tanques, como por un tobogán, hasta salir a la calle. 
El abuelo era de Río Caribe,
un pueblo de cuatro calles en el estado Sucre. Era un hijo ilegítimo. Aunque de esto no hablaba mucho. En distintas ocasiones lo escuché relatar anécdotas sobre su padre. Hijo de inmigrantes corsos y, probablemente, un calavera. La madre de abuelo era probablemente lo que llamaban su querida. Tuvo cuatro o cinco hijos con él. Abuelo me contó que su padre solo quería reconocer a los hijos hombres para que las hijas mujeres no le desprestigiaran el apellidito corso ante la eventualidad de que terminaran en putas. Eran hijas naturales. No tenían dote. El destino era inefable: putas. La madre de mi abuelo lo echó esa vez de la casa mostrándole un palo. La mentalidad colonial del bisabuelo no le permitió prefigurar los cambios que se avecinaban. Una de esas hijas terminó siendo agregada consular en una ciudad cosmopolita durante la socialdemocracia. Usaba sacos de taller. Se hizo a sí misma y a medida. Abuelo hablaba con ella desde el teléfono gris, pesado, ese con un disco giratorio rojo para marcar los números.  
En Río Caribe venden empanadas de cazón con ají dulce. Un verdadero manjar. Río Caribe es tierra de gente de fieros pulmones. Implacables comedores de tiburones, iguanas, crustáceos y huevas de pescado. Los niños nadan en el mar durante todo el año. Las personas organizan parrandas en la plaza, frente a la iglesia. Las aceras se llenan de kioscos de cervezas y vendedores de conservas de coco y maíz tostado. La arquitectura es de estilo colonial pero muy modesta. Las casas suelen estar pintadas de colores pasteles. Durante el carnaval las comparsas temáticas invaden las cuatro calles. Una docena de ancianas vestidas de payasos exhiben una coreografía de bastones. Unos niños vestidos de Spiderman saltan sobre una tela de araña. Una carroza de techo de celofán azul pasa con una niña disfrazada de sirena. Una carroza pasa con un transexual vestido con mallas de lycra. Una bailanta con bandas de calipso del Callao a veces termina en tiroteo. 
Abuelo se enamoró de abuela cuando abuela tenía 16. 
Abuela le pegó una buena cachetada por pasarse de baboso mientras bailaban. Abuelo decía que se sintió conquistado por esa mujer con temple, que se hacía respetar a toda costa. 
Abuelo era un machista declarado y orgulloso de serlo.  
La abuela era de Maturín. Pero de cuando no había nada en Maturín.  Cuando los niños caminaban durante horas para llegar a la escuela. Cuando no existían casi carreteras. Cuando pocas personas tenían carros. Cuando no existía el transporte público. Cuando Maturín era un gran trapiche compuesto de muchos pequeños trapiches. 
La madre de abuela tenía que hacer cazabe para vender, tenía que fumar interminables tabacos que cultivaba y confeccionaba con sus propias manos.  
Abuela dice que su mamá era oscura retinta. Exagerando la i. Estamos en la cocina de los abuelos. Paredes recubiertas de cerámica verde hospital. Hojas de parra de hierro negro claveteadas en los gabinetes de madera clara. Tía mueve los labios en señal de desaprobación y clava sus ojazos verdes delineados con creyones Clinique en la abuela y dice, 
-Mamá... abuela era una india... Tenía la piel oscura porque era una india. 
 y abuela dice que sí, que era una india, y continúa comiendo las cachapas con queso de mano que tía ha traído como parte de la visita dominical. 
Tía restriega un pañito Yes contra el mesón de la cocina. Intenta dejarlo impecable antes de irse a su cita con la estilista. En ese momento hace entrada el más indio de mis tíos, apodado cariñosamente "el negro”. Suena Rafael o Leonardo Fabio en la emisora más romántica de la ciudad.
Todas las hermanas de la abuela eran maestras normalistas. No recuerdo bien lo que significaba lo de normalistas. Pero la abuela siempre lo decía. 
Todas mis hermanas son maestras normalistas. 
Y si abuela no fue maestra normalista fue por culpa del abuelo. Porque el abuelo se volvió loco insistiéndole que se casara con él luego de que lo hubiera cacheteado. Los imagino en Maturín. En el medio de la nada que era Maturín en ese entonces. Jóvenes, adornados y embellecidos para las fiestas. Sentados en el cine que se improvisaba al aire libre. Los trapiches ocultos detrás de los árboles. Trapiches que la abuela describía y que yo no terminaba de imaginar. Fusiones de artilugio mecánicos, piscinas, observatorios y merenderos. 
La madre de abuela exprimía el veneno de la yuca verde con experticia. Mamá Pancha también fumaba interminables tabacos rodeada de verde. 
Abuela siempre estuvo embarazada u ocupada con alguno de sus siete hijos. Cocinaba para el abuelo comidas desgrasadas y sin sal. Me hacía tomar notas de recetas de programas de cocina que pasaban en la televisión. Me hacía picar la cebolla o los calabacines una vez que sus manos no dieron más a causa de la artritis. 
Abuela era una mujer de mundo. 
Había viajado varias veces a Texas cuando su hija menor enfermó de leucemia. Abuela se tomó una foto en un hospital de Texas. Está jugando con una niña con la cabeza rapada. Las rodea un escenario de casa de muñecas Fisher Price. Lentes oscuros estilo Jackie O’. El cabello negro larguísimo, recogido en un moño. Abuela no hablaba inglés. Recorría Texas mostrando tarjetas con direcciones y números de teléfono. El tratamiento se extendió por varios años. Al final la pequeña murió. Abuela hablaba de las fresas de Texas mientras comprábamos fresas congeladas en la aridez de Puerto La Cruz. Mi abuelo le escribió un poema a su hija muerta. Se lo escuché leer dos veces. Las dos veces tenía los ojos rojos como si hubiera querido llorar en vez de leer. Era un poema con rima. Medio hispanófilo. Copiaba la estética de Béquer. Sin pena ni gloria. 
Los tres estarán reunidos ahora mismo en el cementerio. -Ataúd junto a ataúd- me ha explicado mamá. En la misma hilera de fosas en cuyo interior casi me resbalé envuelta en coronas de flores tristes durante el funeral de la abuela. 
Cuando yo era niña me pasaba parte de la tarde sentada en el porsch con la abuela, 
cuando el calor arreciaba. Tomábamos maltas heladas directamente de las botellas negras. Abuela hablaba con algunos de los vecinos que se detenían a saludar. Sobre todo gente de su edad. La gente que conocía de toda la vida. Sin embargo, el barrio poco a poco iba en picada hacia la decadencia. Había mucha gente nueva de la cual desconfiar. Algunos años antes de su muerte, tras una epidemia de robos, abuela se vio obligada a construir una pared para dificultar el acceso a nuestro amado porsch. No pudimos ver más el cielo. Las gruesas rejas impedían el paso de la luz. Y vino para quedarse esa sensación de siempre estar adentro.  
Mamá conocía a la familia de la abuela en Maturín.  
Me enteré de que en ocasiones los visitaba. Sobre todo para los entierros. Esa rama de la familia se la pasaba en grande en los velorios. Mamá me explicó que eran como fiestas. Algunos contaban chistes y tomaban escocés toda la noche. A veces cantaban. Esto pude confirmarlo cuando murió abuela. Yo lloraba en una esquina y toda esa gente desconocida cantaba boleros. Tomar chocolate. Dolor de cabeza. Ser arrastrada por una de mis tías hasta un cuartito en un pasillo perdido de la funeraria. Sensación de abandono. Dolor. Hablar con mis amigos por el teléfono celular. Hablar con José María, el muchacho que me gustaba tanto. Con el que me había aventurado a un concierto de bandas de rock locales unas noches antes. El que había ido con mi hermana y conmigo a nadar en la playa.
Abuela murió cuando estábamos de vacaciones. 















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