Mi abuelo murió ayer cuando mi familia menos lo esperaba. Abuelo se sobrepuso a quedar viudo a los 80, a casarse por segunda vez a los 81 y a tramitar su primer divorcio a los 83. También, se recuperó totalmente de un cáncer metastásico en los huesos. Estaba curado de absolutamente todo cuando murió a los 84. E, incluso, se había levantado de la silla de ruedas a la que lo había confinado el cáncer durante algunos meses para hacerse regular de una sala de bingo a la que también asistía su ex. Pero entonces vino el infarto. De madrugada. Como a traición. Me enteré por Facebook. Mi abuelo manejaba una cuenta que usaba para compartir sus breves opiniones políticas redactadas en el mismo estilo de sus columnas periodísticas. En sus columnas usualmente se entrelazaban sentencias de filósofos y poetas de la tradición occidental, comentarios sobre historia nacional e universal, política regional, metáforas deportivas y jerga local. El abuelo podía perfectamente iniciar una columna reflexionando sobre una cita de Maquiavelo o sobre un momento determinado de la vida del héroe independentista Antonio José de Sucre, para luego pasar a denunciar el mal asfaltado del elevado a la altura del mercado haciendo uso del modismo “ papaya", para acto seguido, preparar el cierre con una narración de los momentos más emocionantes del último juego de béisbol del equipo local, y finalmente terminar con broche de oro conmemorando el aniversario de la muerte de Cervantes, recurriendo a una cita del Licenciado Vidriera. Todo escrito en un lenguaje llano, casi coloquial, para que resultara accesible a una amplia variedad de lectores. Era interesante. Ameno. Todos quedaban con la sensación de haber aprendido algo.
Mi abuelo solo estudió hasta tercer grado de la
primaria. Pero era autodidacta. Un hombre que leía con interés y placer. Sus
libros cubrían muchas de las estancias de su casa de dos niveles. El gran
terror de la vejez era el de quedarse ciego. No poder estar en la luz. No poder
estar en los libros. No poder leerlos. Probablemente, también tenía un don
natural. Eso que algunos llaman punch. Trabajó como periodista en varios
periódicos de Puerto La Cruz. Antes había trabajado como profesor de educación
física en escuelas de distintas ciudades del oriente del país. Por esa época
escribió un libro sobre rutinas pedagógicas de gimnasia. Tenía ilustraciones de
siluetas humanas y líneas punteadas para indicar la dirección del movimiento de
los miembros. Una vez me mostró un ejemplar. Un lomo partido, un puñado de
hojas descosidas, abriéndose a la oscuridad del pasillo, a la intemperie
demarcada por el tragaluz. Antes de eso había prestado servicio militar por
unos pocos años. Fue cabo o sargento. También, estuvo muy metido en política.
Desde siempre. Fue encarcelado cuando la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Le
venía de familia. Su hermano mayor, Eneas, militante de URD, se sintió tan
conmovido cuando la caída de Pérez Jiménez que murió en un accidente celebrando
el patriótico viraje. Abuelo fue una vez Presidente del Concejo Municipal que
en esa época era lo mismo que ser alcalde. Militaba en el Partido
Socialdemócrata cristiano Copei. Su opinión sobre los militantes del partido
socialdemócrata Acción Democrática era rotunda: los adecos eran unos cuatreros,
unos demagogos. No merecían un lugar bajo el sol. Con ellos a la paila. Y es
que para el abuelo la más alta perversidad humana se cifraba en palabras como
bandolero, bellaco, cuatrero, tirano. Nunca dejó de parecerme cómico escucharlo
decir que el hijo del vecino era un bandolero. Esas palabras me recordaban a
libros antiguos. Eran palabras de otra época. Palabras que recordaban a hombres
montando a caballo en alguna novela.
En Puerto La Cruz cualquier otro hubiera dicho:
el hijo del vecino es un malandro: es un coño e madre: es un mamagüevo.
Una vez le encontré una foto en blanco y negro
de “El Tigre" Eduardo Fernández, una figura prominente del partido. Estaba
en un cajón de su escritorio. Era una foto protocolaria, tomada por un
fotógrafo profesional y firmada en una esquina al estilo de las estrellas de
cine hollywoodense. Recordaba a esas fotos en blanco y negro firmadas por las
vedettes del cine norteamericano en cantidades industriales y que, en la
actualidad, se subastan por E-Bay para decoración vintage. “El Tigre” con saco
oscuro y patillas bien peinadas al estilo de Elvis Presley.
Abuelo era un hombre honesto honesto. Siempre
manejó el mismo Malibú color verde hospital. La gente recuerda sus correrías
como funcionario público con respeto. Se podría decir que hasta con cierto dejo
de nostalgia. Formaba parte del concejo imaginario de ancianos que aún se
conforma en las ciudades provincianas. Los aspirantes políticos visitaban
su casa. Los periodistas jóvenes lo invitaban a parrillas. Mi abuelo era una
especie de sensei de la probidad moral. Por eso a veces se excedía en los aires
ultraconservadores. Era su papel. El abuelo era un símbolo del pasado que le
otorgaba cierto sentido de continuidad a la vida comunitaria. No en balde le
dieron su nombre a un estadio de béisbol en donde practican las glorias
infantiles de la región. No en balde mamá nos obligó a vestirnos con elegantes
vestidos de terciopelo negro en medio de aquel calor asfixiante. Un hombre que
más adelante sería mi profesor de educación física en el liceo, daba un
discurso sobre la brillante carrera de mi abuelo. Su tesón incansable y etc. La
tierra roja se metía por dentro de mis zapatillas de patente. No en balde
cantamos el himno nacional.
Resulta difícil pensar en cómo será Puerto La
Cruz sin el abuelo.
Cuando pienso en Puerto La Cruz viene a mi
mente esa foto de mi abuelo con ese traje blanco y lentes de sol con vidrios
lila opaco. Mi abuelo vestido como un detective de Miami Vice. El teléfono
gris, pesado, antiguo, con un disco rojo giratorio para marcar los números. El
teléfono para llamar a mis amigas del liceo. Las máquinas de escribir de tres
toneladas. El calor. Los ventiladores. El polvo de los libros en las bibliotecas.
Libros para robar sin remordimientos. Puerto La Cruz. Una ciudad costera con
pretensiones turísticas fracasadas, compuesta de hombres de bragas y cascos
comprando cachitos de jamón en las panaderías. Una ciudad de trabajadores
industriales y pescadores, con su creciente cuota de profesionales e
inmigrantes históricos provenientes de lugares desérticos y costeros:
sicilianos, sirios, corsos, libaneses, portugueses, nórdicos y otros navegantes eternos.
Una ciudad con un puerto más o menos relevante. Con una estación de ferry en
donde tomar barcos hacia la isla Margarita. Un verdadero paraíso turístico
compuesto de casinos e imágenes placenteras de playas mansas. Solitarias.
Zona libre de impuestos que se traduce en
Whisky escocés, queso Fontina, chocolates Toblerone-Snickers-MilkyWay,
medias fruit of the loomp.
Todo
barato.
Puerto La Cruz. Buques petroleros incrustados
en la bahía en donde puedes tomar botes compartidos hacia el Parque Nacional
Mochima. Centros comerciales con el rostro picado de emes amarillas de de
Macdonalds. Los niños derramando coca-cola en los asientos del bote-taxi,
extendiendo sus manos hacia mí con los dedos impregnados del colorante de los
Doritos. La tira del chaleco salvavidas fluorescente, mojada y sucia,
lastimándome la piel del cuello. Los padres de familia capturando fotografías
de sus esposas sosteniendo en brazos al último bebé. El borracho sabrosón que
campanea su whisky escocés 18 años y aprovecha para mirarme las piernas cuando
el bote corta las olas afiladas como una baraja
y salta y una ráfaga de agua helada me
ciega.
Los kioscos de los buhoneros en el centro
haciendo imposible el libre tránsito por las aceras
¿mami, qué buscas?
Las ventas ambulantes de helados raspados,
pintadas de colores pasteles como las casas de los barrios de pescadores. Todas
esas botellas de jarabe dulce con etiquetas de tirro: tamarindo, parchita,
colita, limón. El mercado municipal y su cotidiana carga de vegetales podridos.
Las reinas del carnaval que celebran sus bodas en los hoteles del Morro. Vestidos
largos. Pomposos. Moños de laca. Camionetas útimo modelo apostadas en la vía
pública frente a la playa. Jóvenes que conversan con las manos llenas de latas
de cervezas o vasos de plástico de colores chillones generosamente colmados de
Cuba Libre. Las cornetas de las camionetas contaminando la noche con su
acostumbrada carga de música bailable, probablemente, el último reggaeton de
moda. Un policía siempre desaloja la hilera de carros. Fuente incesante de
personas borrachas. Los borrachos salen de las vías aledañas a la playa como de
portales dimensionales. Los borrachos aparecen en la noche como una multitud de
payasos saliendo de un carro mínimo.
La casa del abuelo
estaba en un barrio originalmente construido
para trabajadores de la industria petrolera. Está situado en frente de la
refinería. Fue un proyecto residencial mixto en el que se reservaba cierta
fracción de espacio para casas de líneas sencillas y otro espacio para
edificios al estilo de bloques modestos. Bloques: el emblema de la utopía modernizadora
en Venezuela. Quizás, nuestra principal expresión arquitectónica después del
rancho de cartón y zinc. Las casas eran más espaciosas. Cuatro habitaciones.
Porsch. Casas de líneas cuadradas. Aunque sin adornos ni aspavientos. Sin
backyard. Sin terrenos aledaños. Casas unidas muro contra muro. Emblemas de la
practicidad industrial, de la modestia operaria. Representaban un ahorro del
espacio, un triunfo del sanitarismo, al compararlas con las casas en las que
vivió abuelo en Río Caribe: todas con paisajes de zaguanes, solares, patios
internos o tierra llena de insectos para sembrar flores en la entrada. Imagino
que recién inauguradas esas casas pintadas de blanco representaban el triunfo
del progreso en la antigua aldea de pescadores. Pero esas casas pintadas de
blanco, de líneas cuadradas arrancadas a la aridez, quizás, no fueron más que
el espejismo de un Le Corbusier palúdico, muerto de sed, caminando en la
salina. Picado por un bicho de clima tropical. El corazón dilatado, creciendo.
Venas. Cartílagos rojos. Un mal de gente pobre o de viviendas precarias. Algo
así como mal de Chagas. El corazón dilatándose, creciendo hasta abarcar el
horizonte
de líneas blancas, cuadradas.
-Luego todos empezaron a pintar sus
casas. Antes estaba prohibido... ahora todo el mundo lo hace- dice la abuela
sentada en su mecedora rodeada de sábilas plantadas en macetas. -Han
pintado sus casas de los colores que les ha dado la gana… pues yo también pinté
la mía.
Los abuelos compraron para mamá la casa más
próxima a su casa. De modo que pasé muchos años escuchando las instrucciones de
abuela sobre qué hacer en caso de que ocurriera una catástrofe en la refinería.
Memoricé el plan de emergencia. Era importante siempre dormir con una dormilona
decente. Abuela observó durante la última catástrofe muchas personas corriendo
en pelotas por el barrio. Eso le parecía de fin de mundo. Nadie de casa podía
nunca caer tan bajo.
Primero muertos que bañados en sangre y en
pelotas.
La refinería tenía una alarma. Pero el mismo
sonido servía también para demarcar la hora del almuerzo y la de la salida de
los empleados. Era como el sonido de un tren de vapor. Cuando lo escuchaba
pensaba en Pedro Picapiedras deslizándose por el espinazo de un dinosaurio. Así
los empleados se deslizaban por el cuerpo monstruoso de la refinería, por un
paisaje de mecheros y quemadores, deslizándose por los tanques, como por un
tobogán, hasta salir a la calle.
El abuelo era de Río Caribe,
un pueblo de cuatro calles en el estado Sucre.
Era un hijo ilegítimo. Aunque de esto no hablaba mucho. En distintas ocasiones
lo escuché relatar anécdotas sobre su padre. Hijo de inmigrantes nórdicos y,
probablemente, un calavera. La madre de abuelo era probablemente lo que
llamaban su querida. Tuvo cuatro o cinco hijos con él. Abuelo me contó que su
padre solo quería reconocer a los hijos hombres para que las hijas mujeres no
le desprestigiaran el apellidito ante la eventualidad de que terminaran
en putas. Eran hijas naturales. No tenían dote. El destino era inefable: putas.
La madre de mi abuelo lo echó esa vez de la casa mostrándole un palo. La
mentalidad colonial del bisabuelo no le permitió prefigurar los cambios que se
avecinaban. Una de esas hijas terminó siendo agregada consular en una ciudad
cosmopolita durante la socialdemocracia. Usaba sacos de taller. Se hizo a sí
misma y a medida. Abuelo hablaba con ella desde el teléfono gris, pesado, ese
con un disco giratorio rojo para marcar los números.
En Río Caribe venden empanadas de cazón con ají
dulce. Un verdadero manjar. Río Caribe es tierra de gente de fieros pulmones.
Implacables comedores de tiburones, iguanas, crustáceos y huevas de pescado.
Los niños nadan en el mar durante todo el año. Las personas organizan parrandas
en la plaza, frente a la iglesia. Las aceras se llenan de kioscos de cervezas y
vendedores de conservas de coco y maíz tostado. La arquitectura es de estilo
colonial pero muy modesta. Las casas suelen estar pintadas de colores pasteles.
Durante el carnaval las comparsas temáticas invaden las cuatro calles. Una
docena de ancianas vestidas de payasos exhiben una coreografía de bastones.
Unos niños vestidos de Spiderman saltan sobre una tela de araña. Una carroza de
techo de celofán azul pasa con una niña disfrazada de sirena. Una carroza pasa
con un transexual vestido con mallas de lycra. Una bailanta con bandas de
calipso del Callao a veces termina en tiroteo.
Abuelo se enamoró de abuela cuando abuela tenía
16.
Abuela le pegó una buena cachetada por pasarse
de baboso mientras bailaban. Abuelo decía que se sintió conquistado por esa
mujer con temple, que se hacía respetar a toda costa.
Abuelo era un machista declarado y orgulloso de
serlo.
La abuela era de Maturín. Pero de cuando no
había nada en Maturín. Cuando los niños caminaban durante horas para
llegar a la escuela. Cuando no existían casi carreteras. Cuando pocas personas
tenían carros. Cuando no existía el transporte público. Cuando Maturín era un
gran trapiche compuesto de muchos pequeños trapiches.
La madre de abuela hacía cazabe con receta de pan sueco, tenía que fumar interminables tabacos que cultivaba y confeccionaba con
sus propias manos.
Tía restriega un pañito Yes contra el mesón de
la cocina. Intenta dejarlo impecable antes de irse a su cita con la estilista. Suena Rafael o Leonardo Fabio en la emisora más romántica de
la ciudad.
Todas las hermanas de la abuela eran maestras
normalistas. No recuerdo bien lo que significaba lo de normalistas. Pero la
abuela siempre lo decía.
Todas mis hermanas son maestras
normalistas.
Y si abuela no fue maestra normalista fue por
culpa del abuelo. Porque el abuelo se volvió loco insistiéndole que se casara
con él luego de que lo hubiera cacheteado. Los imagino en Maturín. En el medio
de la nada que era Maturín en ese entonces. Jóvenes, adornados y embellecidos
para las fiestas. Sentados en el cine que se improvisaba al aire libre. Los
trapiches ocultos detrás de los árboles. Trapiches que la abuela describía y
que yo no terminaba de imaginar. Fusiones de artilugio mecánicos, piscinas,
observatorios y merenderos.
La madre de abuela exprimía el veneno de la
yuca verde con experticia. Mamá Pancha también fumaba interminables tabacos
rodeada de verde.
Abuela siempre estuvo embarazada u ocupada con
alguno de sus siete hijos. Cocinaba para el abuelo comidas desgrasadas y sin
sal. Me hacía tomar notas de recetas de programas de cocina que pasaban en la
televisión. Me hacía picar la cebolla o los calabacines una vez que sus manos
no dieron más a causa de la artritis.
Abuela era una mujer de mundo.
Había viajado varias veces a Texas cuando su
hija menor enfermó de leucemia. Abuela se tomó una foto en un hospital de Texas.
Está jugando con una niña con la cabeza rapada. Las rodea un escenario de
casa de muñecas Fisher Price. Lentes oscuros estilo Jackie O’. El cabello negro
larguísimo, recogido en un moño. Abuela no hablaba inglés. Recorría Texas
mostrando tarjetas con direcciones y números de teléfono. El tratamiento se
extendió por varios años. Al final la pequeña murió. Abuela hablaba de las
fresas de Texas mientras comprábamos fresas congeladas en la aridez de Puerto
La Cruz. Mi abuelo le escribió un poema a su hija muerta. Se lo escuché leer
dos veces. Las dos veces tenía los ojos rojos como si hubiera querido llorar en
vez de leer. Era un poema con rima. Medio hispanófilo. Copiaba la estética de
Béquer. Sin pena ni gloria.
Los tres estarán reunidos ahora mismo en el
cementerio. -Ataúd junto a ataúd- me ha explicado mamá. En la misma hilera de
fosas en cuyo interior casi me resbalé envuelta en coronas de flores tristes
durante el funeral de la abuela.
Cuando yo era niña me pasaba parte de la tarde
sentada en el porsch con la abuela,
cuando el calor arreciaba. Tomábamos maltas
heladas directamente de las botellas negras. Abuela hablaba con algunos de los
vecinos que se detenían a saludar. Sobre todo gente de su edad. La gente que
conocía de toda la vida. Sin embargo, el barrio poco a poco iba en picada hacia
la decadencia. Había mucha gente nueva de la cual desconfiar. Algunos años
antes de su muerte, tras una epidemia de robos, abuela se vio obligada a
construir una pared para dificultar el acceso a nuestro amado porsch. No
pudimos ver más el cielo. Las gruesas rejas impedían el paso de la luz. Y vino
para quedarse esa sensación de siempre estar adentro.
Mamá conocía a la familia de la abuela en
Maturín.
Me enteré de que en ocasiones los visitaba.
Sobre todo para los entierros. Esa rama de la familia se la pasaba en grande en
los velorios. Mamá me explicó que eran como fiestas. Algunos contaban chistes y
tomaban escocés toda la noche. A veces cantaban. Esto pude confirmarlo cuando
murió abuela. Yo lloraba en una esquina y toda esa gente desconocida cantaba
boleros. Tomar chocolate. Dolor de cabeza. Ser arrastrada por una de mis tías
hasta un cuartito en un pasillo perdido de la funeraria. Sensación de abandono.
Dolor. Hablar con mis amigos por el teléfono celular. Hablar con José María, el
muchacho que me gustaba tanto. Con el que me había aventurado a un concierto de
bandas de rock locales unas noches antes. El que había ido con mi hermana y
conmigo a nadar en la playa.
Abuela murió cuando estábamos de
vacaciones.
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