Ayer fui al Artwalk que organizan cada mes. Terminó tarde. El clima era perfecto. Una marca especial en toda esta sucesión de días que venimos arrastrando desde hace varios meses como cadáveres congelados, almacenados en la memoria, con las manos bien cruzadas sobre el pecho y la chaqueta correctamente abotonada. Un tinte dorado se desprendía del cielo y rodeaba las cosas como si irradiara desde el interior de las mismas cosas. Los árboles encendidos. Un abanico de gradaciones del verde extendiéndose por encima de nuestras cabezas. El verde intensísimo. Una alteración dramática de la percepción de la naturaleza para unos ojos por tanto tiempo clavados a la ausencia de estaciones. Cuando caminaba por la acera recuerdo haber pensado que la primavera no se cifraba en el clima fresco o en la caída demorada del sol, sino en la manera en que los árboles tienen de abrirse en el horizonte. Esa manera de aparecer tan verdes. Casi languideciendo de verde. Como si lo verde pudiera ser llama y los árboles pudieran ser la pura materialidad que corresponde a la llama, velas encendidas. Destellos de lo orgánico, de lo que respira, de lo que late fugazmente debajo de todas las capas visibles. De eso de lo que nos escondemos siempre, como si fuera posible tapar el sol con un dedo.
Todos los que pasaban usaban ropa ligera y yo hasta me había
atrevido a ponerme algo blanco.
Una blusa de tiras que me parecía simple pero que después de
algunos minutos en el mercadillo me empezó a parecer demasiado llamativa.
Muchas miradas se atornillaban a la promesa que parecía ofrecer la tela. Me
detuve en distintas galerías y ventas de descuento. Lámparas. Discos de vinilo.
Ropa de segunda mano. En una de las toldas del mercadillo compré un delantal
para cocinar. Recuerda a un delantal de muñecas. A cuadros en distintos tonos
de lila. La cinta para amarrar a la cintura es satinada. Una mujer disfrazada
de meretriz medieval intentó pasar la tarjeta por la máquina inalámbrica. Tenía
maquillaje de zombi. Círculos de sombra violácea alrededor de unos ojos claros,
profundos. La conexión falló varias veces y un hombre disfrazado del chulo de
Taxi driver vino en su auxilio. Tenía el cabello largo, castaño, y un aspecto
de gitano que no sabría cómo describir. Era más o menos platónico. Parecía el
prototipo ideal de un gitano delincuente atrapado allá arriba en
el paraíso -o purgatorio- esencial de las imágenes. Lograron pasar la
tarjeta. La mujer disfrazada de meretriz medieval levantó un poco el
mantel del mesón y, fingiendo pena, dijo que no tenían bolsas. Le contesté que
no importaba. Pero realmente pensé que era una mierda vender en un mercadillo y
no tener bolsas. Doblo el delantal lo más que puedo e intento acomodarlo en la
cartera mínima que llevaba. Unos minutos más tarde estoy recibiendo una cerveza
gratis con sabor a jengibre en una tienda de tatuajes. Reviso una hilera de
franelas que jamás compraría solo para justificar el que me hayan regalado
la cerveza. Estridentes figuras estampadas. No demasiado afortunadas en cuanto
a diseño. Franelas funcionales. Me siento en un sofá rodeado de catálogos de
fotos de tatuajes. La cerveza con sabor a jengibre tiene burbujas que aparecen
y desaparecen en un titilar continuo. Son como un anuncio de neón sujeto a mi
paladar. Haciéndole señas a mi cuerpo amodorrado, enviándole mensajes secretos.
Su color recuerda a la mostaza. Siento que todo el mundo me está mirando.
Intento mirarme para encontrar lo que miran. Intento mirarme con objetividad la
blusa. Lo que promete la tela. Intento encontrar las líneas, los contornos, en
los que las personas se fijan. Aburrida de intentar descifrarme como a un
signo, termino por fijarme en el escuadrón de hombres y mujeres que toman
cerveza de jengibre. Parecen atentos a la exhibición de pinturas colgadas de
las paredes. La tienda es pequeña. Aunque técnicamente sea imposible me da la
impresión de que todos son rubios, de que todos están vestidos de negro, de que
todos tienen demasiados tatuajes. Pienso que quizás estoy demasiado vestida de
blanco, que tengo la piel demasiado despejada. En adición a toda esta retahíla
de diferencias, ocurre también que tengo el cabello y los ojos muy negros.
Probablemente, no me miran por la blusa. Me explico a mí misma. Intento
convencerme. Probablemente, solo desentono. Hojeo los catálogos. Desde hace
mucho tiempo he venido pensando en tatuarme el venado del puñal sacrificial y
los contornos de sangre. A veces pienso en tatuarme ese venado. Ayer, sentada
en la tienda, pensé en tatuarme ese venado. El que está siendo atravesado por
el puñal sacrificial con toda aquella aura de sangre dibujada en trazos rojos y
audaces. El venado que parece de tira cómica. De tira cómica macabra. Naranja
con trazos negros. Los ojos sufrientes. Las pezuñas de extraterrestre que me
recuerdan de alguna manera a los botines brillantes de Astroboy. Con esa onda
platinada y de tres colores: blanco, rojo, verde. El venado tiene la lengua
afuera. Una lengua roja y casi cuadrada. Dientes blancos. Encías sanguíneas. La
nariz está rodeada de un abanico de sangre.
Lo encontré en un códice azteca.
Es la única imagen que siento me pertenece. Es una atracción
masoquista. Esa imagen tiene el poder de marcar mi imagen. Si la dibujo en mi
piel, esa imagen se sobrepondrá, modificará mi imagen. Ensamblando una
dialéctica macabra, esa idea me aterroriza y me seduce. Me recuerda a la vez
que escribí un poema con imágenes que poco tiempo después empezaron a
materializarse, surgiendo de entre los pedazos de la realidad cotidiana.
Tatuarme ese venado comportaría entregarme a la imagen del sacrificio. Un
sacrificio ciego, con los ojos arrancados. Sin sentido. Mejor nada. Mejor nada
de tatuajes. Ahora que estoy en casa y el deseo de hacerme el tatuaje ha
pasado de nuevo, pienso que el venado sacrificado me arrastraría a
vivir en la pasión como los católicos. En el venado. Entraría en el
venado, en su imagen, como los católicos entran en la imagen del cuerpo
torturado de Cristo. Contemplándolo hasta que los ojos sangran. Un cuerpo
clavado a un madero. Corona de espinas. El himen intacto de la virgen de
sangre. El cuerpo. El cuerpo como centro absoluto de todo espacio posible, como
única representación posible. El cuerpo desnudo clavado a un madero. El
espíritu imponiéndose. El motif central del catolicismo es, sin duda, la
dolorosa tensión que se crea entre el cuerpo y el espíritu. Cifrado en la
mortificación del silicio para resistir/castigar. El vientre de Santa Teresa de
Ávila penetrado por las flechas doradas de los ángeles. El éxtasis místico
desplazando al éxtasis carnal. Los católicos españoles veneraban el sacrificio del
cuerpo de Cristo pero condenaban los sacrificios humanos que llevaban a cabo
los indios aztecas. Ellos comían en la hostia el cuerpo de Cristo y, sin
embargo, rechazaban el canibalismo de los indios caribes. Ellos proyectaban a
nivel simbólico aquello que los americanos experimentaban en toda su
materialidad. Los católicos sublimaban pero el sustrato de la fantasía era el
mismo, la fantasía no era expresada en su más absoluta radicalidad sino por el
imaginario americano. Vaya paradoja.
Pero en mi caso el venado no se inscribe en la superficie del
deseo. El venado comporta la inocencia. La inocencia que define a las venas
sanguíneas, a los órganos latientes. La vida que poco o nada significa.
El sacrificio
se revela en cada uno de nuestros movimientos, en cada uno de
nuestros gestos.
Sin embargo, algunos grupos de indios del Caribe encontraron una
alternativa fascinante, por diferente, al problema del sacrificio.
El baile.
He pensado en esto debido a las lecturas de crónicas coloniales
que vengo haciendo para la clase.
El baile.
Los cronistas los llaman areitos. La ceremonia del baile. Una
ceremonia que constituye una ofrenda de tiempo a los dioses. Una ofrenda de
energía, de carne y sangre. Cierta expresión de trabajo espiritual. Los indios
pedían protección, contradones. Agradecían. Celebraban fiestas de la comunidad.
Rendían tributo a los héroes, inscribían la historia en las letras de los
cantos. El guía les indicaba una coreografía. Todos seguían sus pasos a la
perfección. Desmembraban sus cuerpos a través del movimiento centrífugo cifrado
en el acto de mover un pie, un brazo o las caderas. Pero luego al repetir los
pasos del guía, inscribían el cuerpo individual en un cuerpo descomunal formado
por todos los cuerpos que se movían de manera idéntica, siguiendo los mismos
pasos de la coreografía. Ellos entregaban este cuerpo como ofrenda. Un cuerpo
construido con su carne y sangre. Con su tiempo. El revés reside en que bailar
desencadena una reacción natural. La sensación de felicidad más orgánica. La
felicidad instantánea y hormonal. Serotonina. Es un sacrificio que es una
alegría. Brillante. Que la fiesta sea el sacrificio. Que el sacrificio sea el
goce. López de Gomara dijo: esa gente se dedica especialmente a dos cosas: a
emborracharse y a bailar. López de Gómara menciona someramente que usaban
sustancias alucinógenas. Pero no solo para alterar sus estados de conciencia
sino también como tecnología. Los cumanagotos dormían a los peces con
sustancias que desencadenaban reacciones químicas en sus cuerpos para poder
tomarlos sin esfuerzo. El veneno era la tecnología mortífera más avanzada por
ellos conocida. Pharmakon. El curare era imprescindible para cazar. El curare
era tomado de la yuca. Abuela Olga una vez me explicó cómo los indios locales
procesaban la yuca cuidadosamente de manera de extraer el veneno. Al mismo
tiempo, a través de un mismo proceso, obtenían pan y veneno para cazar
animales.
Hablamos de producción de tecnologías bioquímicas.
Sus prácticas espirituales pasan todas por este particular
devenir. Wanadi, la encarnación del dios yekuana en la tierra, retorna al cielo
por medio del uso polvos alucinógenos, por medio del ritmo de la maraca. Es
transportado por el ensueño. La música. La alucinación. Mientras que Cristo
retorna al cielo siendo sacrificado. Muerto. Sufriente.
Wanadi se va gozando
¿Por eso somos las calaveras que sonríen?
¿El cuerpo consumiéndose de felicidad?
o un performance de la felicidad
con un oculto
doble
fondo.
Todos los tatuajes del catálogo eran obra del mismo tatuador.
Alex Freeman. No me gustaron. Ninguno me gustó. El color se veía desvaído.
Bueno. El único que me gustó fue el de un aguacate partido por la mitad que
alguien se había puesto en el brazo. Tenía muchos detalles. La semilla estaba
salpicada de relieves de distintos colores, como si la semilla estuviera
perdiendo capas y todas esas capas se evidenciaran en los distintos cortes
signados por las distintas profundidades. Como una puesta en abismo
descentrada. Dispersa. Caótica. Dando lugar a distintos puntos de enfoque, casi
ventanas en la piel de la semilla. Nunca sospeché que una persona podría estar
interesada en tatuarse un aguacate. Alex Freeman me saluda. El mismo hombre de
la foto del catálogo, que se supone es Alex Freeman, de pronto está de pie
frente a mí, preguntándome cómo estoy. Tiene dreadlocks y también está vestido
de negro. Supone que quiero un tatuaje. Sé que supone que quiero un tatuaje. Me
mira con insistencia, esperando mis palabras, mis requerimientos. Lo saludo de
vuelta pero no digo nada. No podría explicarle lo del venado y el puñal
sacrificial. Me quedo contemplando el catálogo, sosteniéndome en la textura de
aquel papel costoso para imprimir fotografías, ese papel que resulta tan
difícil de conseguir en Caracas. Una nimiedad en la que nadie se fijaría. La
experiencia de lo precario se oculta en el entramado de mi relación cotidiana
con los materiales de los que está fabricado el primer mundo. U otro capítulo
de cómo intentar usar una ducha de intrincado, aunque moderno, mecanismo en la
casa de conocidos, sin correr hacia la sala, abochornada, envuelta en una
toalla, porque no sabes controlar la salida del agua fría y el agua
caliente.
Alex Freeman se salió del librillo en el segundo menos esperado,
como si la realidad de lo impreso pudiera tener mecanismos de encaje alternos.
Borrando los márgenes entre el plano de la realidad real y el plano de la
realidad recreada.
Estaba en el Centro Comercial cuando un amigo me saludó y me
presentó a dos amigos. Uno de ellos me preguntó si era de Filipinas. Cuando le
dije que no, volvió a la carga preguntando si acaso era de Indonesia. El amigo
que nos presentó emite un no contundente como para agriar su entusiasmo
etnológico. Le dice que soy de Venezuela. No entiendo muy bien porqué pero el
que ha errado se me queda mirando, casi sorprendido. Una sensación de alivio me
sobreviene cuando los tres, luego de despedirse, se van a mirar la sección de
ropa masculina de H&M. No tengo que explicarles toda la historia del mestizaje. De mi cuerpo vikingo no mestizo. De los judíos conversos, de los indios, de los corsos, de los sin raza
conocida, enamoriscándose en una esquina irrelevante del Caribe. Permanezco por
unos minutos atisbando, aquí, allá, en unos mesones con baratijas.
Calcomanías de onda artística. Lapiceros. Caleidoscopios.
Siento que tengo hambre y decido ir caminando hacia Brillobox.
Paso por en frente del cementerio. Lápidas con distintos estilos se sobreponen
al verde. Lápidas de distintos tamaños y materiales, con una tipografía de los
nombres que varía. Lápidas distribuidas en un jardín edénico. Solo en la muerte
podría tener la oportunidad de vivir rodeada de un jardín como ese. Mientras
tanto, mi ático en Friendship.
En Brillobox no había mesa e, incluso, el sofá rojo había sido
tomado.
Solo quedaba un puesto en la barra. Entre dos hombres
solitarios. Me senté allí, aunque no sin desplegar cierta reticencia teatral,
para que los que me rodeaban entendieran que no tenía planes de sentarme en la
barra realmente, de que no deseaba entrar en la dinámica de la barra realmente.
Pero no funcionó. El hombre a mi lado izquierdo de inmediato saltó como un
tigre a preguntarme si había comido antes en el lugar. Tendría unos cincuenta o
sesenta años y parecía uno de esos habitués que se regodean en el cristal de
las barras, buscando conversación. Un solitario. Un tipo simpático. Un baboso
con las mujeres. Tienen muy buena comida, afirma mientras entorna sus pequeños
ojos de cocodrilo. Mi cortesía afectada de correcta vecina me impulsa a asentir
con la cabeza. Le digo que tiene razón y nada, me concentro en leer el menú.
Buscaba algo ligero. Barato. Ordené media docena de pedazos de seitan con salsa
BBQ. Pronuncié mal seitan y el bartman intenta enseñarme la manera de
pronunciar adecuadamente esa palabra que siempre me ha parecido un poco
esotérica. Hago el amago de repetir para no defraudarlo en su cruzada
pedagógica. El señor a mi lado izquierdo aprovecha la excusa de mi mala
pronunciación para preguntarme por mi procedencia. Le contesto que soy venezolana.
El señor tampoco entiendo porqué me mira sorprendido. Me mira como mirarías a
un japonés que se identifica como alemán. No sé cómo interpretar esa mirada. Mi
desconcierto le brinda un poco de tiempo para hilar una historia sobre un amigo
venezolano que había conocido en los tiempos de la universidad. Intentó agregar
algunos detalles pero sus hombros se derrumbaron cansados sobre la barra.
Apuraba vencido el vaso de bourbon. Me preguntó qué hacía en Pittsburgh.
Estudiar literatura latinoamericana, dije. Me mira como mirarías a un japonés
que se identifica como alemán. ¿Venir hasta aquí para estudiar literatura
latinoamericana? ¿Es que tienen un buen programa aquí? pregunta. Yo digo que sí
a todo. Y nada, entonces el viene y me dice que a él le gusta leer poesía
latinoamericana. Me encanta leer poesía latinoamericana, dice. Finjo sorpresa.
Y por pura curiosidad, aunque también con muchas ganas de ponerlo a disparatar,
le pido que nombre a los poetas que le interesan. Me dice que lee mucho a Pablo
Neruda y a Jorge Borges. Cuando termina esa frase sé que es un licenciado
provisto con un almacén de referencias superficiales para entablar nexos en
eventos sociales. Pobres de Neruda y de Borges masticados por conversadores de
oficio. Bastante charlatanes todos.
Jorge Luis Borges, le digo, Jorge Luis Borges tiene textos
maravillosos.
Protagonizo una encarnizada lucha para picar las seis piedras de
seitan de mi plato y entonces es cuando el hombre viene y me dice que Jorge
Borges visitó su High School. Contemplo su expresión para cerciorarme de que
está hablando en serio. Hago entonces el amago de una expresión de asombro.
Pienso que miente pero me hago la sorprendida de todos modos. Pienso que quizás
es cierto, que quizás esa sea la única manera de referirse a Jorge Luis Borges
como Jorge Borges. Solo así. Como si se le viera pasar a lo lejos. Viéndolo
pasar por allá. Ajeno de sus libros. Ajeno de la imagen de Borges que nos dan
sus libros, que nos dan sus críticos y sus fotografías, los artículos de prensa
que sobre él se han escrito. Le pregunto cómo fue. Le ruego que no escatime en
detalles. Me dice que probablemente nadie sabía quien era Borges. Pero como
parecía un anciano muy respetable todos se pararon a aplaudirlo cuando entró al
auditorio. Su presencia se imponía, comenta. Le pregunto de qué habló. Me dice
que no se acuerda de nada de lo que dijo Borges, y que solo recuerda la
sensación de estar allí. La atmósfera. Pienso de nuevo que miente. Luego pone
cara de que intenta recordar y dice que decía algo sobre la vida y la muerte.
Continúo pensando que miente. Pero entonces, de súbito, pone cara de haberse
iluminado. Y dice que Borges contaba algo sobre el tiempo. Sobre como el tiempo
cambiaba según nuestra percepción del tiempo. Porque el tiempo no era rígido.
Porque a veces lo percibíamos como más lento o más rápido. Este desenlace me
pareció un poco tonto. Pero pensé que era posible imaginarse a Borges hablando
sobre el tiempo. Era uno de los temas de Borges. Continúo serruchando el seitan
con el cuchillo. Los vídeos corren en la pantalla. Un muchacho rubio está
sentado a mi derecha, entre una cerveza y un cono de papas fritas. Frente a mí,
un estante lleno de botellas. Una pizarra con un dibujo hecho en tiza de un
barco dentro de una botella. Lo trazaron en tiza de distintos colores pasteles.
Un árbol de plástico, con monos de peluche y pajaritos reposando en las falsas
ramas, cubre el techo de la barra. Me recuerda a un restaurant de sushi de los
tiempos de Caracas. Un árbol de plástico gigante cubría el techo, con
decoraciones de cartón de piedra y falsas cascadas. Infinidad de plantas
artificiales. Una mujer interpretando música romántica con un teclado.
Rancheras los viernes en la noche. El hombre de la izquierda me pregunta qué me
parece la gente de ese país. Me fastidia un poco la pregunta. No sé que
pretende escuchar. Pienso que indaga sobre las oportunidades que tiene para
conquistarme. Expreso con vaguedad que la gente me parece bien. Muerdo un tallo
de celery mojado en salsa ranchera. El señor intenta ahondar en el tema.
Formula preguntas más directas
¿Qué diferencias encuentras entre la gente de tu país y la gente
en Estados Unidos?
Me pliego al dominio de la descripción vagamente
etnográfica. La diferencia es que aquí tienen la religión de Lutero
… que aquí trabajan mucho. Son personas muy trabajadoras.
El señor me mira con incredulidad. Seguro piensa que estoy medio
chiflada. Seguro esperaba que le dijera que encontraba profundamente atractivos
a los hombres estadounidenses, que cada vez que veo a un blanquito como él me
provoca sacarle los pantalones allí mismo. Parece defraudado.
Intento una maniobra para desviar la conversación
¿Y tú qué haces en Pittsburgh?
Contesta que es psicólogo, que visitó una vez Pittsburgh y se
enamoró de la ciudad, que consiguió un empleo en un programa para veteranos que
han caído en la indigencia. Le pregunto que cuántos veteranos indigentes hay en
la ciudad. Algunos miles, contesta. Como solo he visto a uno que duerme en la
puerta del CVS Pharmacy, le pregunto que en dónde viven. No creo haberlos visto
nunca. Él hombre dice que viven debajo de los puentes, que a veces viven
desplazándose de sofá en sofá. Los imagino cruzando un laberinto de casas de
antiguos conocidos. Miles de hombres circulando de sofá en sofá. Cerrando la
puerta de una casa y tocando la puerta en la siguiente casa, a dos o tres
vecindarios de distancia. Pago la cuenta y me despido con formalidad,
extendiéndole la mano, como si fuésemos viejos colegas.
Parece defraudado.
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