domingo, 12 de octubre de 2014

6 de febrero / La receta de arroz con calabacines




Cierta idea de la receta me ha acompañado desde que, a los quince, decidí negarme a comer carne de animales. Mi abuela materna, nuestra vecina, se mostraba en rotundo desacuerdo. Este era el motivo por el cual dejaba caer inadvertidamente pedazos de pollo en la licuadora cuando me preparaba cremas de verduras. Pero, también, el que la hacía desvivirse por aprender a preparar recetas que incluyeran vegetales. Antes de ese momento abuela apenas se había destacado en freir plátanos maduros y en preparar una ensalada de repollo rallado cuya receta había copiado de un local de comida rápida. Sin duda, el problema central que se planteaba a mi recién adoptado vegetarianismo era que abuela, la cocinera estrella de la casa, no supiera preparar ensaladas o cocinar vegetales.
Este agujero de la técnica, siempre me pone a pensar en la cualidad casi desértica de la cocina de la abuela. Una cocina a orillas del clima salino de Puerto La Cruz. Abundante en pescado y cazabe, pero con una marcada ausencia de colores verdes. En la cocina de la abuela todo había sido previamente deshidratado: el ajo, las cebollas, los pimientos. Las frutas, como lechozas y piñas, eran inmediatamente cortadas en cubos y congeladas para que no se descompusieran azotadas por el calor. La cocina de la abuela representaba un despliegue de modestia operaria. Todas las estrategias de preservación de los alimentos de las gentes del mar eran aprovechadas. Vivíamos vikingos en una dieta eterna de galletas de soda y pescado salado. El contraste tomaba formas nítidas cuando pensaba que en casa de la abuela paterna, llanera instalada en Caracas, todo en la mesa rezumaba frescura y vividez. El perejil fresco era parte del orden natural de las cosas. La creatividad se desbordaba en cada detalle y los colores explotaban en los platos, en esas porciones generosas de ensaladas de berros, de steaks de primera y cremoso arroz con coco. Era tan marcado el contraste que me empezó a parecer evidente que la abuela Olga Meneses cocinaba desde la carencia, desde la resignación a una estética culinaria seca. La timidez de la abuela ante la oferta del mercado venía marcada por la niña que comía a la manera de los indios en los campos de Monagas. Las variaciones eran infrecuentes: el arroz blanco, el pollo asado con pocas especies, los maduros fritos u horneados. Mientras que la abuela Beda Baudilia Liendo Aragort de Fraile cocinaba con todos sus apellidos, recordando siempre tiempos mejores, seguramente, cuando vivía en una hacienda rodeada de árboles con la seguridad que otorgan las reses marcadas por la propia familia.
Así fue como empecé a comprender porqué la abuela Olga no sabía aproximarse a la frescura de los vegetales, porqué los picaba en trozos y los pasaba por agua hasta que quedaban marchitos, convertidos en puré. No obstante, por accidente y error, la omnipresente idea del calabacín hiper-cocinado sobre una discreta cama de arroz surgió durante alguno de esos mediodías. La receta del calabacín perdió en berenjenas y, cuando me mudé a Caracas, ganó en papas, cebollas y ajos. Todos vegetales complementarios que podían permanecer almacenados en la nevera durante prolongados períodos de tiempo. Mi problema es el mismo de todas las personas: quiero mantener una dieta balanceada que pueda incluir muchos vegetales frescos que no se descompongan en la nevera.
Cuando, viviendo en Caracas, reincidí en comer carne por practicidad, empecé a preparar el calabacín con carne molida y pimentones. Medio kilo de carne fresca. Roja. Rojísima. Con esa frescura de animal muerto, esa vivacidad roja de la carne recién cortada. En Estados Unidos la amplia oferta de comida saludable hizo mella en la receta. En North Carolina, empecé a usar por igual el zucchini del mercado local o la calabacita del mercado de comida latinoamericana. Pero incluí comino al comprarlo por pura nostalgia del mojo canario y sustituí el arroz blanco por arroz integral. En Pittsburgh, empecé a usar un arroz integral de grano largo mezclado con semillas de rábano, agregué zanahorias ralladas, y  sustituí la carne con pedazos de tofu. Nunca ha dejado de golpearme esa apariencia plástica de la carne en este país y tengo que confesar que me da un poco de miedo comerla, de modo que para no extrañar demasiado el sabor intenso de la carne caraqueña, empecé a recurrir a la BBQ sauce del mercado de comida saludable como una especie de placebo.
Aún uso un poco de comino. Aunque ya no intento no sobre-cocinar los vegetales.
La receta ha mutado durante varios años, adaptándose a cada nuevo mercado disponible, reactualizándose dentro de mí.  Sin embargo, el motivo por el que escribo todo esto es porque ayer pensé que la receta había alcanzado un punto memorable en su historia. Una receta que había empezado como un simple despropósito sazonado con la parquedad vikinga de mi abuela, se convirtió en una receta real. Un platillo que podría ofrecer a las visitas. Guillermo abordó el tazón con cierta reticencia debido a mis excesos con la zanahoria rallada. Yo comía en paz. Nadie en este mundo podría cocinar algo que deseara comer tanto como yo deseaba comer ese tazón de arroz con calabacines en ese momento. Años de tazones de arroz con calabacines se solapaban en mi memoria, desde Puerto La Cruz hasta la fecha. Una tecnología de la domesticidad perfeccionándose con cada tazón. La satisfacción de saber preparar algo saludable, invirtiendo poco esfuerzo y dinero.  Comía con la certeza de haber alcanzado una meta desleída, disuelta en la pura cotidianidad de la existencia. La necesidad diaria y natural de comer, una necesidad en la que se me revelaba como una poética la ínfima dimensión de las cosas que componen nuestros días.
Mientras tanto sentía un poco de tristeza por las personas que no saben cocinar como Guillermo. Porque las personas que no saben cocinar están condenadas a un purgatorio de comida congelada o de comida preparada con exactitud impersonal por cocineros de turno. Las personas que no saben cocinar no pueden retornar a los sabores. Su vida no puede desplegarse ante ellos, diseccionada en ingredientes, al fondo de un tazón. Y yo sé que abuela está perdida para siempre, que es apenas un recuerdo moviéndose. La veo lejos. Lejos en el patiecito trasero lleno de macetas de plantas de sábila. Sin embargo, siento que abuela se mueve en las variaciones sincréticas de la receta, que lo que se mueve en la receta es su conocimiento haciendo que las condiciones de mi vida sean aún posibles.


2 comentarios:

  1. Me encantó este texto, Dayana, aunque mi comentario suene un poco ingenuo o simple, porque así es una. Poder recuperar los sabores (los recuerdos, las escenas) a través de la cocina tiene un valor inconmensurable, quizás porque uno entiende que quienes nos alimentaban, de ese modo, también nos acariciaban.
    Te dejo esto, que he estado explorando esta semana, en un intento, quizás paralelo, de encontrar sentido a ciertas cosas a través de los sabores http://www.foodastherapy.org/

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  2. Hola Marianne. Lo visitaré y te cuento ;)

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