Cierta idea de la receta me ha acompañado desde que, a los quince, decidí negarme a comer carne de animales. Mi abuela materna, nuestra vecina, se mostraba en rotundo desacuerdo. Este era el motivo por el cual dejaba caer inadvertidamente pedazos de pollo en la licuadora cuando me preparaba cremas de verduras. Pero, también, el que la hacía desvivirse por aprender a preparar recetas que incluyeran vegetales. Antes de ese momento abuela apenas se había destacado en freir plátanos maduros y en preparar una ensalada de repollo rallado cuya receta había copiado de un local de comida rápida. Sin duda, el problema central que se planteaba a mi recién adoptado vegetarianismo era que abuela, la cocinera estrella de la casa, no supiera preparar ensaladas o cocinar vegetales.
Este agujero de
la técnica, siempre me pone a pensar en la cualidad casi desértica de la cocina
de la abuela. Una cocina a orillas del clima salino de Puerto La Cruz.
Abundante en pescado y cazabe, pero con una marcada ausencia de colores verdes.
En la cocina de la abuela todo había sido previamente deshidratado: el ajo, las
cebollas, los pimientos. Las frutas, como lechozas y piñas, eran inmediatamente
cortadas en cubos y congeladas para que no se descompusieran azotadas por el
calor. La cocina de la abuela representaba un despliegue de modestia operaria.
Todas las estrategias de preservación de los alimentos de las gentes del mar
eran aprovechadas. Vivíamos vikingos en una dieta eterna de galletas de
soda y pescado salado. El contraste tomaba formas nítidas cuando pensaba que en
casa de la abuela paterna, llanera instalada en Caracas, todo en la mesa
rezumaba frescura y vividez. El perejil fresco era parte del orden natural de
las cosas. La creatividad se desbordaba en cada detalle y los colores
explotaban en los platos, en esas porciones generosas de ensaladas de berros,
de steaks de primera y cremoso arroz con coco. Era tan marcado el contraste que
me empezó a parecer evidente que la abuela Olga Meneses cocinaba desde la carencia,
desde la resignación a una estética culinaria seca. La timidez de la
abuela ante la oferta del mercado venía marcada por la niña que comía a la
manera de los indios en los campos de Monagas. Las variaciones eran
infrecuentes: el arroz blanco, el pollo asado con pocas especies, los maduros
fritos u horneados. Mientras que la abuela Beda Baudilia Liendo Aragort de
Fraile cocinaba con todos sus apellidos, recordando siempre tiempos mejores, seguramente,
cuando vivía en una hacienda rodeada de árboles con la seguridad que otorgan
las reses marcadas por la propia familia.
Así fue como
empecé a comprender porqué la abuela Olga no sabía aproximarse a la frescura de
los vegetales, porqué los picaba en trozos y los pasaba por agua hasta que
quedaban marchitos, convertidos en puré. No obstante, por accidente y error, la
omnipresente idea del calabacín hiper-cocinado sobre una discreta cama de arroz
surgió durante alguno de esos mediodías. La receta del calabacín perdió en
berenjenas y, cuando me mudé a Caracas, ganó en papas, cebollas y ajos. Todos
vegetales complementarios que podían permanecer almacenados en la nevera
durante prolongados períodos de tiempo. Mi problema es el mismo de todas las
personas: quiero mantener una dieta balanceada que pueda incluir muchos
vegetales frescos que no se descompongan en la nevera.
Cuando, viviendo
en Caracas, reincidí en comer carne por practicidad, empecé a preparar el
calabacín con carne molida y pimentones. Medio kilo de carne fresca. Roja.
Rojísima. Con esa frescura de animal muerto, esa vivacidad roja de la carne
recién cortada. En Estados Unidos la amplia oferta de comida saludable hizo
mella en la receta. En North Carolina, empecé a usar por igual el zucchini del
mercado local o la calabacita del mercado de comida latinoamericana. Pero incluí
comino al comprarlo por pura nostalgia del mojo canario y sustituí el arroz
blanco por arroz integral. En Pittsburgh, empecé a usar un arroz integral de
grano largo mezclado con semillas de rábano, agregué zanahorias ralladas,
y sustituí la carne con pedazos de tofu.
Nunca ha dejado de golpearme esa apariencia plástica de la carne en este país y
tengo que confesar que me da un poco de miedo comerla, de modo que para no
extrañar demasiado el sabor intenso de la carne caraqueña, empecé a recurrir a
la BBQ sauce del mercado de comida saludable como una especie de placebo.
Aún uso un poco
de comino. Aunque ya no intento no sobre-cocinar los vegetales.
La receta ha
mutado durante varios años, adaptándose a cada nuevo mercado disponible,
reactualizándose dentro de mí. Sin
embargo, el motivo por el que escribo todo esto es porque ayer pensé que la
receta había alcanzado un punto memorable en su historia. Una receta que había
empezado como un simple despropósito sazonado con la parquedad vikinga de mi
abuela, se convirtió en una receta real. Un platillo que podría ofrecer a las
visitas. Guillermo abordó el tazón con cierta reticencia debido a mis excesos con
la zanahoria rallada. Yo comía en paz. Nadie en este mundo podría cocinar algo
que deseara comer tanto como yo deseaba comer ese tazón de arroz con
calabacines en ese momento. Años de tazones de arroz con calabacines se
solapaban en mi memoria, desde Puerto La Cruz hasta la fecha. Una tecnología de
la domesticidad perfeccionándose con cada tazón. La satisfacción de saber preparar
algo saludable, invirtiendo poco esfuerzo y dinero. Comía con la certeza de haber alcanzado una
meta desleída, disuelta en la pura cotidianidad de la existencia. La necesidad
diaria y natural de comer, una necesidad en la que se me revelaba como una
poética la ínfima dimensión de las cosas que componen nuestros días.
Mientras tanto
sentía un poco de tristeza por las personas que no saben cocinar como
Guillermo. Porque las personas que no saben cocinar están condenadas a un purgatorio
de comida congelada o de comida preparada con exactitud impersonal por
cocineros de turno. Las personas que no saben cocinar no pueden retornar a los
sabores. Su vida no puede desplegarse ante ellos, diseccionada en ingredientes,
al fondo de un tazón. Y yo sé que abuela está perdida para siempre, que es
apenas un recuerdo moviéndose. La veo lejos. Lejos en el patiecito trasero
lleno de macetas de plantas de sábila. Sin embargo, siento que abuela se mueve
en las variaciones sincréticas de la receta, que lo que se mueve en la receta
es su conocimiento haciendo que las condiciones de mi vida sean aún posibles.
Me encantó este texto, Dayana, aunque mi comentario suene un poco ingenuo o simple, porque así es una. Poder recuperar los sabores (los recuerdos, las escenas) a través de la cocina tiene un valor inconmensurable, quizás porque uno entiende que quienes nos alimentaban, de ese modo, también nos acariciaban.
ResponderEliminarTe dejo esto, que he estado explorando esta semana, en un intento, quizás paralelo, de encontrar sentido a ciertas cosas a través de los sabores http://www.foodastherapy.org/
Hola Marianne. Lo visitaré y te cuento ;)
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