Y me enteré por el Facebook.
Hasta hice mi consabida despedida simbólica.
Con foto y mensajito.
La verdad
es que me enteré de una manera extraña: mi prima posteó una foto con un
encabezado textual que decía que siempre extrañaría al abuelo, que se sentía demasiado
triste por su ausencia.
Es cierto que,
sobre Facebook se dicen muchas cosas.
Dicen que
se trata de una agencia de espionaje o de una corporación capitalista
terrorista. Ambas cosas no me mortifican en lo absoluto. La información más
extrema que encontrarán en mi muro serán videos de gatitos intentando atacar a
la aspiradora. Citas de Jean Baudrillard, Teresa de la Parra, Bartolomé de las
Casas, Hanna Arendt o José Rafael Pocaterra. Música que nadie recuerda. Las
mismas noticias de crónica roja, fotos virales y el cúmulo de lamentaciones que
todos los venezolanos incansablemente posteamos. Mi perfil no resultaría una
mina de oro para nadie. Tampoco me importaría que le informaran a un tercero en
las sombras sobre mi costumbre regular de postear mis citas favoritas de los
libros que voy leyendo. Sin embargo,
lo creepy del Facebook
son todas esas imágenes atrapadas sin
posibilidad de redención.
¿Qué pasa con el Facebook de las personas que
mueren?
¿Qué pasa con esos avatares que permanecen
flotando en la pantalla, sin agencia real?
Lo digo porque mi abuelo murió
y me enteré por
Facebook.
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