jueves, 22 de octubre de 2020

Entre la tendencia a saber jugar con la luz y las visiones del infierno. Reflexiones sobre temas venezolanos

 “Los adolescentes adolecen”. Una verdadera obra maestra de la poética tecnócrata caraqueña. Sino en invención al menos en difusión. Sin embargo, no puede superar en resplandor a la más popular:

“Cachicamo trabaja para lapa”

No le llega a los talones por un asunto de percepción. La segunda resulta más fascinante porque la asociación está destinada a permanecer en la oscuridad. Mi falta de referentes es absoluta. Nunca he visto un cachicamo o una lapa. Salvo en fotografías, videos o en zoológicos y lugares de contacto. Desconozco sus costumbres, los lugares en los que habitan. Desconozco la relación que existe entre ambos animales. La simple asociación me deja perpleja. Es el tiempo de los venezolanos que no entendemos las frases venezolanas.

Los nacionalistas entusiastas inscritos en una visión netamente cheverista exponen que “lo venezolano” no es otra cosa que meros artefactos culturales como el baile del pájaro guarandol, las arepas, el joropo y hasta la cerveza  producida industrialmente por empresas Polar. Esto es una mistificación que intenta dibujarnos como seres totalmente occidentalizados expectantes ante una feria de baratijas y souvenirs. Es una reificación. Artefactualiza. No se piensa en la cultura como algo que respira. Se la convierte en cadáver y de ella resurgen, como sobreponiéndose a un charco de lodo, esas frágiles momias-testimonios que agitan sin cesar los dedos en el aire intentando tocarte. Lo cadaverizado no se mueve ni conmueve.

Por otro lado,

también existe esa tendencia a pensar siempre el mestizaje como de naturaleza blanqueadora. He sido testigo de cómo la visión sanitarista del mestizaje defiende a ultranza el origen netamente español del joropo y luego me he quedado asombrada ante la lectura que tienen del fenómeno autores como Winthrop R. Wright, quien sostiene que el joropo es un ensamblaje de temas y formas europeas inscritos en los ritmos polifónicos de la música africana. Si a esto le sumamos el par de maracas chamánicas que acompañan a todo joropero que se respete estaríamos ante una superproducción interracial a todo dar. Esto representaría una lectura más interesante,

también, más realista

del beat desenfrenado del zapateo.

Incluso,

de ese zapateo minucioso, compulsivo, que implica el joropo tuyero –y si no me creen vean los videos del Gabán Tacateño.

Personalmente, y aquí especulando, pienso que lo venezolano se encuentra ubicado en algún lugar entre un fragmento de la Brevísima relación de la destruición de las Indias de Bartolomé de Las Casas

publicada en 1552

 y el episodio de la Tebaldi en busca del yogurt perfecto que se encuentra en la novela El bonche de Renato Rodríguez

publicada en 1976.

El fragmento de Las Casas constituye un apartado francamente breve de la Brevísima. Enmarcado en una página con demasiados blancos, ubicado entre el apartado dedicado a la costa de las Perlas y de Paria y la isla de Trinidad y el apartado dedicado al Reino de Venezuela, encontramos este párrafo escueto fluyendo bajo el título “Del río Yuyapari”

Y empieza el dominico,

Por la provincia de Paria sube un río que se llama Yuyapari, más de doscientas leguas la tierra arriba

Y vienen a la mente la península cristalina, la luminosidad, los manglares …. Por él subió un triste tirano muchas leguas el año de mil y quinientos y veinte y nueve con cuatrocientos o más hombres, e hizo matanzas grandísimas, quemando vivos y metiendo a espada infinitos inocentes que estaban en sus tierras y casas sin hacer mal a nadie, descuidados, y dejó abrasada y asombrada y ahuyentada muy gran cantidad de tierra…

La belleza inicial se desbarranca hacia los territorios de lo abyecto. Todo se ha convertido en una historia que se resume en un par de imágenes de incendio y ruinas

…Y en fin

continúa de las Casas resignado,

… él murió mala muerte y desbaratóse su armada. Y después, otros tiranos sucedieron en aquellos males y tiranías, y hoy andan por allí destruyendo y matando e infernando las ánimas que el hijo de Dios redimió con su sangre… dibujándola así como una historia de nunca acabar, destinada a repetirse eternamente. Me fijo en ese verbo desconocido, infernar,

infernar las ánimas.

Las visiones del infierno no pueden ser otra cosa más que profecías. Condenas eternas. Imagino que infernar significa exactamente el acto de pasar el espíritu por un poco de infierno. Como si lo estuvieras pasando por huevos y harina. Un devenir infierno, un producto macabro de la tecnología del espíritu. Desde entonces, quizás, hemos vivido infernados. Contaminados irremediablemente de infierno. Así es como esos tiranuelos escuetos terminan por elaborar una versión del cuento del gallo pelón. Esa historia del folklore venezolano que consiste en una frase de inicio que se repite para siempre;

de este modo dice uno,

-¿Quieres que te cuente el cuento del gallo pelón?

-Sí- dice el otro.

-Ya te la conté- dice el primero,

 y luego de nuevo

-¿Quieres que te cuente el cuento del gallo pelón?

Y así

infinitamente

hasta que el otro se molesta o se fastidia.

O ambas.

La primera vez que me confronté con el cuento del gallo pelón era una niña. Papá me lo repitió hasta que logró hacerme sentir al borde de la desesperación.

Yo.

Sí.

Quería.

Escuchar la historia.

Pero la historia no existe. No es más que esa prefiguración, un anzuelo para

agujerearte los labios. Cosas de tricksters.

En otro orden de cosas,

el fragmento de Rodríguez introduce al “hombre con energía” en el paisaje. Un imagen que circula, que vive al interior de un loop trimaldito, como el

tiranuelo del barco. Pero que representa una mejora notable al provenir de los mismos creadores de “Nacionalización petrolera 1975”. El avatar del “hombre con energía”, el prototipo político del boom petrolero setentero, las millones de fotos del candidato presidencial Carlos Andrés Pérez sorteando un charco en pose olímpica, encarna en la Tebaldi, que como un judío errante busca la utopía del yogurt perfecto tras ver la película El hombre de la torre Eiffel y descubrir esa expresión de satisfacción de Franchot Tone cuando se dispara entre pecho y espalda un yogurt. La Tebaldi entiende que ahí está la cosa, es decir, la beatitud, la paz, la relación de equilibrio con el cosmos, la vida armónica y se entrega como un desenfrenado a probar todos los tipos de yogurt que podía conseguir en Caracas. Luego de comprar una vaca y producir su propio yogurt, termina por robar el dinero de la caja de la compañía en donde trabaja para huir a Europa y lanzarse al delirio de recorrer a pie el continente entero probando miles de porciones de yogurt.  Sin embargo, nunca llega a sentir lo que ansiaba, aquella beatitud y paz que había en el rostro de Franchot Tone.

¿Es la búsqueda del dorado a la inversa?

Los venezolanos se engastan en la energía libidinal del petróleo para perseguir el fetiche de la modernidad.

Somos

los positivistas latinoamericanos

eternos

Caracas fue la ciudad de la utopía, y por eso ahora nos parece que es retrofuturista, con todos esos hermosos edificios de estilo arquitectónico moderno. Las calles de Los Chaguaramos, Colinas de Bello Monte y Las Mercedes son un museo arquitectónico de esa belle époque. Aunque las calles a veces se encuentran salpicadas de edificios desalmados de vidrios de colores estilo corporativo-Palm Beach, la ciudad conserva una atmósfera de cuento clásico de cyberpunk.

Caracas es aún la ciudad de la utopía.

Pero de la utopía “infernada” de Bartolomé de Las Casas.

La ciudad de la utopía reversible. La ciudad de los rascacielos empresariales de cristal ocupados por las masas depauperadas, empujadas siempre al límite. La precariedad extrema del cartón desintegrándose en la humedad tropical. La modernidad de Caracas está tan fragmentada, tan quebrada, como las ventanas de esos rascacielos.

Ahora bien,

lo que sabemos de la Tebaldi lo sabemos por José, el mejor carpintero de Galilea. A menudo se encuentran de manera improbabilísima en las carreteras del norte de Europa. En una ocasión cuando José se dispone a acampar alrededor de una fogata escondida entre los árboles, logra atisbar a un hombre caminando decididamente, como siendo arrastrado por un espejismo. Cada vez que toma una nueva porción de yogurt, fracasa. La revelación no se materializa y es difícil no imaginarlo cayendo de manera incesante hacia la esquina inferior derecha de la pantalla. El tiranuelo lascasiano y la Tebaldi coinciden en la recurrencia de video juego cifrada en la historia del gallo pelón. Ambos retornan siempre desde el lado superior izquierdo de la pantalla como si pudieran ser nuestras versiones telúricas de Mario Bros. No sería demasiado exagerado hablar del cuento del gallo pelón como un concepto filosófico que nos pertenece. La historia trunca. Truncadísima. La historia novísima

que

desencadena el deseo,

la utopía del progreso.

Pero que aparece condenada desde la primera frase a la pobreza del progreso. Paria-relato-metáfora del paraíso terrenal en los diarios de Colón. Venezuela-magma-incontenible liberador e independentista en el siglo XIX, la fantasía absoluta de la eclosión republicana.

Pero todos panes sin levadura.

Se desinflan

en el horno.

El nacionalismo como concepto político no me importa en cuanto puede resultar engañoso. El nacionalismo no es algo unitario que pueda ser considerado como una solución. No puede ser considerado positivo o negativo simplemente hablando en abstracto sin analizar cada manifestación particular y yo,

entiendo-que-el país-está-muy-jodido

pero francamente: me caen mal las diatribas antinacionalistas que muchos venezolanos están dispuestos a compartir cada vez que tienen oportunidad.

Ahora resulta que está de moda ser antinacionalista…

Evidentemente,

se trata de una reacción a la saturación de la manipulación discursiva del chavismo, que ha secuestrado los referentes, el sentido de espíritu de nuestra comunidad imaginada. Algunos en la disidencia han cometido el error de abanderarse en respuesta bajo la figura de un pretendido individualismo que reniega de la existencia de algo tan inmarcesible y nebuloso como la venezolanidad. Creo que es un error porque debemos situarnos es un esquema de pensamiento que tome en cuenta nuestra realidad, nuestras particularidades.

No sé si pensar en Venezuela desde el

Amor

sea ser nacionalista.

Pero no lo puedo evitar: me cae bien el amor. Pienso entonces en ese rancho que atisbé en la carretera entre Puerto La Cruz y la playa Arapito en el estado Sucre. Un frágil rancho de bahareque adornado prolijamente con pedazos de vidrio azul. Era evidente que se trataba de pedazos de botellas de cervezas Soleras dietéticas. Quebradas. Trituradas contra el suelo. Pienso en ese rancho resplandeciente en la carretera caliente. Con todo aquel vidrio azul filtrando la luz de una manera caleidoscópica. El paisaje transfigurado por los rayos solares que golpeaban las humildes paredes.

Armando Reverón y los artistas abstractos no hicieron otra cosa que jugar con la luz.

Reverón con sus paisajes húmedos, impresionistas, no hizo más que elaborar dispositivos expresivos inspirados en la luz del trópico. Los artistas abstractos con su arte cinético, signado por las ilusiones ópticas, ensamblaron el movimiento en un espacio atravesado, y modificado, necesariamente por la luz. Los retazos de la “Esfera naranja” de Jesús Soto distribuidos en el horizonte alcanzan la plenitud de

un sol artificial.

Me gusta pensar entonces en que lo venezolano tiene que ver más con conjuntos de contingencias como estas, circunstancias que nos otorgan contornos. La tendencia a jugar con la luz. La tendencia a convertir la tendencia a jugar con la luz en una forma de expresión artística. Lo venezolano como manera de pensar y estar en el mundo. No como un cadáver concretista. Lo venezolano no es la “Esfera naranja” son todas las contingencias que delimitan su creación y la creación del rancho-caleidoscopio en la carretera de la playa porque nunca deja de asombrarme que un venezolano habitante de un despoblado que, probablemente, nunca ha visto las obras de Reverón o de los pintores abstractos pueda compartir el mismo instinto, una sensibilidad similar acompañada de su respectivo correlato de saber hacer. Nunca deja de asombrarme que un hombre habitante de un despoblado valiéndose de materiales desecho y de conocimientos rudimentarios, llegue a los mismos resultados, alcance la misma estética.

De modo que,

las masas furibundas que intentan construirse como el extremo opuesto del chavismo son un virus del sistema.

“Esa música venezolana es horrible, chamo… Las arepas no alimentan solo engordan que jode, chamo… Los escritores venezolanos siempre han sido una mierda y por eso nadie sabe quiénes son, chamo”.

Se equivocan cuando piensan que lo venezolano es descartable, como si se tratara apenas de una opción posible que pudiera ser tomada o rechazada. En realidad es más simple porque es un asunto orgánico. Son rasgos apenas.

Por ejemplo,

en mi caso implica no estar acostumbrada a los animales por haber crecido en una aldea de pescadores improvisada en ciudad petrolera. Una aldea de pescadores de una sola calle que a partir de los cuarenta empezó a convertirse en un poblado que terminaría alojando una de las refinerías de petróleo más grandes del país. Casas construidas sobre una salina. Arena amarillenta. Estéril. La tenue brisa frente al mar. Todo plano. Algunos cerros de arena aquí y allá. Todo caliente. Cielo azul como un espejismo. Algunas palmeras. Algunos árboles de uva de playa. Los frutos morados, ácidos, extendiéndose como manchas en el asfalto. Todo tan lleno de espacio, tan lleno de concreto. La grama sembrada por la alcaldía languideciendo marrón en las islas que separan los canales de calles y carreteras. Una vida vaciada de animales. Algún pájaro pequeño, una sombra negra, en la acera. Un pelícano en la playa. Una guacamaya en algún parador turístico. No gallinas. No cabras. No vacas. No caballos. No gallos. No perros. No gatos. No muchos árboles. No casi árboles. Solo agua salada. Piedras pequeñas. La arena presionando la piel roja bajo el borde brillante del día. La ceguera por el brillo excesivo del sol. Las chimeneas industriales expulsando humo negro. Cenizas. Los quemadores industriales de gas.

Cuando contemplo a la gente que en Pittsburgh

abraza a las gallinas

de inmediato me sobresalta esa premonición de que no puedo hacerlo. No puedo abrazar a las gallinas. Pero paradójicamente recuerdo con simpatía las historias de papá comiendo animales imposibles durante los entrenamientos de sobrevivencia que recibía cuando era militar. Papá resurge en mis recuerdos en algún matorral de la frontera con Colombia, comiendo micos y serpientes asadas.  O subiendo a un bote y lanzando palos al agua para dispersar a los sangrientos caribes. O montando caballos rucios que no sé porqué siempre imagino morados.

Luego,

la imagen de papá sentado en Ciudad Bolívar ante un plato de pastel de morrocoy.

El horror.

Luego,

La imagen de las guacamayas de la Universidad Central de Venezuela balanceándose en las palmeras de Tierra de nadie. El hombre que secuestra a la hermosísima guacamaya azul-amarilla que se estrella contra las paranoicas, altísimas, rejas de un edificio de Los Chaguaramos.  El autobús en el horizonte de la calle. Las rejas electrificadas. Un golpe seco y una sombra azul agrietando la acera. El hombre que corre y esconde el cuerpo aporreado del ave bajo su camisa.

El horror.

Pero aún

no

puedo

abrazar a las gallinas.

Ser venezolano entonces comporta un conjunto de contingencias,

como tener cierta predisposición a jugar con la luz o tener ciertas probabilidades de no saber cómo relacionarte con los animales y, quizás, también sea esa sonrisa contenida en la consulta con la ginécologa cuando ella busca bultos sospechosos en mis senos y empieza a recomendarme que use protector solar para salir de casa todos los días y entonces me golpea como nunca la visión de la tenue palidez de Pittsburgh, reino del hielo, porque recuerdo a plenitud

la luz intensísima de la ciudad en la que nací.

Entonces, la ginecóloga me recomienda usar protector solar todos los días

y yo,

pienso de inmediato que no existen posibilidades de que me enferme de cáncer de piel. Si sobreviví a la luz en Puerto La Cruz no existe ninguna posibilidad de que la luz me derrote en Pittsburgh. La mayoría de nosotros no sospecha que esa atrocidad pueda ser posible: enfermarse a causa del sol.

Imposible no verlo como una excentricidad de la ginecóloga

sobre todo cuando recuerdo haber pasado semanas enteras sentada en la arena sin interrupción, tragando agua salada. Sin prestar la más mínima atención a los protectores solares ni a las cremas regeneradoras. El sol inclemente del trópico golpeando los jirones de mi piel arrancada y seca. Carbonizada. Y entonces el agua salada inunda mi boca y mi nariz mientras estoy recostada en la camilla con las piernas abiertas mientras la ginecóloga sostiene una pinza de metal y pienso en la placidez de ser arrastrada por la corriente del mar mientras mi cuerpo flota, sobreponiéndose a cualquier eventual hundimiento. No necesito protector solar. Puedo entenderme con la luz. Salgo de la oficina sosteniendo un papel con información sobre los servicios prestados. Noto lo que la doctora ha escrito en la casilla superior a pesar de que le dije que era de Venezuela, a pesar de mi acento.

Age: 29

Race: white

Ethnicity: not Hispanic or Latino.

  

Imposible no pensar que ser venezolano también se trata de esto. Tu identidad racial es un enigma indescifrable para cualquier extranjero. Proyectan lo conocido en ti. Se atreven a apostar y a veces se equivocan. Pero no siempre. 

En contraposición, cada día entiendo menos lo que significa esa otra palabra: latino.

 

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